Hay
guerras y guerras. Unas, las clavadas en el corazón de los pueblos, son
producto de la maldad radical que los poderosos despliegan cuando imponen sus intereses
sacrificando las vidas de miles de inocentes para aumentar su poder y su
riqueza. En las que el terrible armamento se convierte en objeto de un gran
negocio. Las guerras, crueles y cruentas, que se provocan en nombre de los
dioses o de las patrias. Guerras terribles de odio, muerte y hambre que son padecidas
y maldecidas por sus víctimas. El pasado siglo, cuando la modernidad parecía anunciar un mundo feliz, tuvieron lugar las dos guerras más atroces que nunca pudieron imaginar los seres humanos. Y el siglo actual, aunque haya desaparecido la amenaza que "justificaba" la guerra fría, va por un camino que demuestra que los poderosos no cejan en provocar nuevas guerras geo-estratégicas para dominar el mundo.
Hay
otras guerras más sigilosas, menos explosivas, cuyos efectos destructivos
pueden llegar a provocar las más crueles tragedias humanas. El campo de batalla
es la crisis que provocan los mismos agentes poderosos. Las armas, las
políticas antidemocráticas. Su bandera, la ideología neoliberal del capitalismo
salvaje. Su propaganda, los dogmas y la manipulación de la opinión pública. Su enemigo,
el pueblo sometido y desunido que por no saber ni querer saber se convierte en
víctima. También el odio, la muerte y el hambre invaden el corazón de los
pueblos.
¿Cuántas
personas son conscientes de que todo ser humano es sujeto de derechos (trabajo,
vivienda, alimento, educación, sanidad… ¡vivir dignamente y en paz!); y que la
democracia es una conquista histórica mediante la cual se tiende a que se
reconozcan y se cumplan esos derechos; y que los políticos deben estar al
servicio de los ciudadanos y no al revés; y, sobre todo, que la defensa de esos
derechos exige un esfuerzo constante para conseguirlos y consolidarlos? Como
consecuencia, es de justicia que los políticos que han sido elegidos
democráticamente, si no cumplen con lo jurado o prometido y con sus programas
electorales, deban ser despojados de inmediato de su poder por el pueblo que
los eligió.
Estamos
padeciendo la maldad de los políticos que, vendiéndose a los poderosos,
arremeten contra el pueblo soberano. Personas, que en su entorno familiar
pueden ser ejemplares ¾los mafiosos también suelen presumir de ello¾, burlan leyes,
moralidad y ética corrompiendo las instituciones democráticas para ponerlas al
servicio de los que ambicionan aumentar sin límites su riqueza: el capitalismo
decapita la democracia. La maldad se instala en las altas esferas del poder
utilizando la mentira ¾hasta el lenguaje pervierten¾, la represión y el miedo como
instrumento para dominar a la ciudadanía que, engañada, desunida y acobardada,
sufre la derrota en esta desigual guerra entre la clase alta, cada vez más rica
y poderosa y la clase baja, cada vez más numerosa y empobrecida.
Aun
así, el pueblo no reacciona a la llamada que hacen con sus movilizaciones unas
minorías ¾desprestigiadas y perseguidas por el
poder, cierta prensa y parte de una opinión pública manipulada¾ que no se
resignan ante la corrupción, las mentiras, las injusticias y las leyes
represivas con las que se protegen los tiranos. Si la mayoría de los ciudadanos
conociera sus derechos y deberes cívicos, abandonaran la resignación o el
escepticismo, vencieran el miedo y se unieran para decir basta, podría empezar
a verse en el horizonte la posibilidad de que auténticos políticos no tuvieran
más objetivo que procurar el bien común con el cumplimiento y el respeto de los
derechos humanos y de todos los seres del planeta.
En la
voluntad inquebrantable de una ciudadanía, pacífica pero firme, está que esto
deje de ser una utopía para que se convierta por derecho en la realidad que
deseamos y merecemos.