13 feb 2014

La maldad institucional

Hay guerras y guerras. Unas, las clavadas en el corazón de los pueblos, son producto de la maldad radical que los poderosos despliegan cuando imponen sus intereses sacrificando las vidas de miles de inocentes para aumentar su poder y su riqueza. En las que el terrible armamento se convierte en objeto de un gran negocio. Las guerras, crueles y cruentas, que se provocan en nombre de los dioses o de las patrias. Guerras terribles de odio, muerte y hambre que son padecidas y maldecidas por sus víctimas. El pasado siglo, cuando la modernidad parecía anunciar un mundo feliz, tuvieron lugar las dos guerras más atroces que nunca pudieron imaginar los seres humanos. Y el siglo actual, aunque haya desaparecido la amenaza que "justificaba" la guerra fría, va por un camino que demuestra que los poderosos no cejan en provocar nuevas guerras geo-estratégicas para dominar el mundo.

Hay otras guerras más sigilosas, menos explosivas, cuyos efectos destructivos pueden llegar a provocar las más crueles tragedias humanas. El campo de batalla es la crisis que provocan los mismos agentes poderosos. Las armas, las políticas antidemocráticas. Su bandera, la ideología neoliberal del capitalismo salvaje. Su propaganda, los dogmas y la manipulación de la opinión pública. Su enemigo, el pueblo sometido y desunido que por no saber ni querer saber se convierte en víctima. También el odio, la muerte y el hambre invaden el corazón de los pueblos.

¿Cuántas personas son conscientes de que todo ser humano es sujeto de derechos (trabajo, vivienda, alimento, educación, sanidad… ¡vivir dignamente y en paz!); y que la democracia es una conquista histórica mediante la cual se tiende a que se reconozcan y se cumplan esos derechos; y que los políticos deben estar al servicio de los ciudadanos y no al revés; y, sobre todo, que la defensa de esos derechos exige un esfuerzo constante para conseguirlos y consolidarlos? Como consecuencia, es de justicia que los políticos que han sido elegidos democráticamente, si no cumplen con lo jurado o prometido y con sus programas electorales, deban ser despojados de inmediato de su poder por el pueblo que los eligió.

Estamos padeciendo la maldad de los políticos que, vendiéndose a los poderosos, arremeten contra el pueblo soberano. Personas, que en su entorno familiar pueden ser ejemplares ¾los mafiosos también suelen presumir de ello¾, burlan leyes, moralidad y ética corrompiendo las instituciones democráticas para ponerlas al servicio de los que ambicionan aumentar sin límites su riqueza: el capitalismo decapita la democracia. La maldad se instala en las altas esferas del poder utilizando la mentira ¾hasta el lenguaje pervierten¾, la represión y el miedo como instrumento para dominar a la ciudadanía que, engañada, desunida y acobardada, sufre la derrota en esta desigual guerra entre la clase alta, cada vez más rica y poderosa y la clase baja, cada vez más numerosa y empobrecida.

Aun así, el pueblo no reacciona a la llamada que hacen con sus movilizaciones unas minorías  ¾desprestigiadas y perseguidas por el poder, cierta prensa y parte de una opinión pública manipulada¾ que no se resignan ante la corrupción, las mentiras, las injusticias y las leyes represivas con las que se protegen los tiranos. Si la mayoría de los ciudadanos conociera sus derechos y deberes cívicos, abandonaran la resignación o el escepticismo, vencieran el miedo y se unieran para decir basta, podría empezar a verse en el horizonte la posibilidad de que auténticos políticos no tuvieran más objetivo que procurar el bien común con el cumplimiento y el respeto de los derechos humanos y de todos los seres del planeta.


En la voluntad inquebrantable de una ciudadanía, pacífica pero firme, está que esto deje de ser una utopía para que se convierta por derecho en la realidad que deseamos y merecemos.