CórdobaÉtica2mil48

                   

CórdobaÉtica2mil48
    Mi intención es reproducir intacto el documento que inicié en 2004, porque puede tener interés para reflexionar sobre cómo afrontar los conflictos globales de la humanidad (que en los últimos años parecen complicarse más y más por efecto de una crisis múltiple). Se puede apreciar una cierta sintonía con la obra de Stéphane Hessel, ¡Indignaos!, que ha desembocado en el actual movimiento del 15-M, entre otros. Consta de 10 capítulos precedidos de una breve introducción. 
   Cada cierto tiempo se editará una entrada en La Pizarra con el contenido más relevante de los capítulos del documento, esperando que surjan los oportunos comentarios. En esta página estará disponible desde el principio el documento completo aunque sin acceso a comentarios.
   La redacción de CórdobaÉtica2mil48 estuvo motivada por el hecho de que en esa fecha  se cumplirán 100 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aún me sigo haciendo la pregunta de cuánto se habrá conseguido para entonces.


CórdobaÉtica2mil48

por JOKSHIE Otro porquero de Agamenón

Introducción
De capital de la BÉTICA a capital de la ÉTICA
Antes que la investigación, la tradición ya sostenía que Córdoba contribuyó de forma notable al impulso cultural de la humanidad: fue capital de la rica y culta región de la Bética, fecunda provincia del Imperio Romano, germen de la actual Andalucía; posteriormente se convirtió en capital del Califato, alambique del saber antiguo de Oriente, fuente y guía cultural de Occidente en el medievo, que goza también del tópico de ser modelo del entendimiento entre distintas creencias. Apagado su esplendor durante centurias, salvo un genial destello en el Siglo de Oro, en la actualidad aspira a ser Capital Europea de la Cultura en 2016.
¿Por qué no empeñarse en convertirla en Capital de la Ética?
No será por falta de personas capaces. Sin talento, sin carisma, sin recursos, indolente y compulsivo, ¿qué pinta aquí este anónimo ciudadano? Convencido de que en la tolerancia caben todos los dioses y en la solidaridad todas las esperanzas, al menos intentaré que afluya mi modesto “folclore íntimo” al cauce secular del “viento del pueblo” –centón más que ripio–, con el ánimo de que se acepte como testimonio cívico. Es poca cosa, lo sé pero, si atendemos a la proporción, son los más sesudos los que, en general, hacen esfuerzos ridículos para conseguir un mundo más justo. Aunque tengo la percepción de que cada vez hay más personas, en su mayoría jóvenes, que asumen el compromiso de intentar asegurarnos un futuro menos infeliz. ¡Qué lástima no haber sido capaces de incorporar este rasgo de solidaridad a nuestro genoma!
¿Por qué no hacer como el gorrión que se afanaba en apagar con las gotas de agua que llevaba en su pico el incendio que se había declarado en el bosque? Ante las burlas del zorro, el gorrión replicó que sólo intentaba “hacer su parte”.
Pero, ¿acaso la casa global está en llamas? Lamentablemente, pienso que hay demasiadas seseras en el mundo inflamadas de maldad. Si seguimos enseñando a las infancias cómo se cuestiona todo con acrimonia visceral, nadie verá nunca este epitafio:

“AQUÍ YACE LA VIOLENCIA VIUDA DE LA ESTOLIDEZ"




YOES EN DESACUERDO
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Sólo sé que apenas me conozco. No obstante, por cortesía diré algo parecido a lo que creo que sé de mí para presentarme.
Mis veranos de infancia –un yo que aún me habita– me ligaron al pueblo sevillano donde nací, pero estoy gustosamente unido a Córdoba de por vida. Mi paisaje, mis gentes, su tradición y su historia no constituyen ninguna razón excluyente de mi ardor patrio, como quisieron enseñarme desde la niñez: se han convertido en un amasijo entrañable de emociones serenas de mi experiencia afectiva. Creo que no me engaño si digo que mis sentimientos me dictan que no tengo ningún derecho de posesión sobre mi tierra, ni reconozco patria que rechace la fraterna pupila del otro y demasiadas veces me desaliento con el punzante dolor de su ánimo y su carne en las alambradas o con sus vidas rotas en tumbas de sal poco antes de ser reducidas a mera cosa. Mi necesidad vital de pertenencia a un mundo que deseo fraternal me hace detestar todo tipo de fronteras –aún más las invisibles–, que suelen responder a históricos intereses o privilegios de dinastías o de clases –lindes de las posesiones de los amos, trincheras de nacionalismos excluyentes–, levantadas con engaños, violencia y sangre ajena para defendernos de enemigos que a lo largo del tiempo nos han ido generando. Refugiados en esos –todavía indisolubles– rediles políticos, sociales y culturales nos movemos en busca de bienestar, seguridad y libertad, y así se nos ha venido ese bienestar a unas manos no demasiado generosas. Pero creo que hay mucha energía contenida o desorientada que no se resigna a que, a pesar del actual progreso, unos pocos excluyan y sigan hundiendo a tantos en la patria del desprecio y la miseria. Da esperanza compartir este sentimiento.
Siempre he temido que mi ánimo solidario, fuera o no capaz de potenciarlo, careciera de fuerza y trascendencia. En realidad me asusta asumir el riesgo de que, por intentar manifestarme desde la imperfección, me alce hasta las más altas cotas del ridículo. Ahora que un empujón brutal amenazó con llevarse mis sueños hacia la “somnoteca” del universo, me atrevo a participar en busca de respuestas eficaces para las situaciones de injusticia y sufrimiento que padece gran parte de la humanidad. Cada cual puede hacerse sobre su lugar la misma pregunta que yo me hago sobre mi ciudad, a la que con ánimo libre me debo: ¿La Córdoba actual puede ser de verdad una ciudad de destino, con un futuro aún más fecundo para la humanidad que su tan elogiada historia? A partir de ahí, me veo animado por ideas que compiten por manifestarse como ofrenda cívica, frente a la inercia moral de aceptar las cosas como vienen.

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No parecen pocos los que sienten el noble deseo de mejorar la situación de cuantos no participan en igualdad de los beneficios del progreso. Uniéndome a quienes, con más capacidad, están en ello, quiero incitar a intentarlo desde mi sencilla condición de ciudadano sincero y optimista, con el deseo bienintencionado de remover algunas de las muchas mentes obcecadamente blindadas y egocéntricas, antes de que la mía se enmarañe más en la penumbra del tiempo límite. Pretendo devolver a través de Córdoba parte de lo que Córdoba me ha dado… y esperar que no sea en vano. Mi oferta consiste en un colage de ocurrencias que con inevitable miopía me sugieren mis reflexiones sobre la injusta situación que sigue padeciendo gran parte de la humanidad.
Tengo que superar antes, además de mis limitaciones –nunca fui experto en nada, ni siquiera en mí mismo–, otra gran dificultad: la timidez, que ha lidiado siempre en mi interior contra mi altruismo y mis verdades en un archipiélago de yoes sin conciliar. Aunque esa timidez, cierto ensimismamiento y la impericia me coloquen siempre en la frontera de todo, intentaré a pesar de mi poqueza literaria concederme la oportunidad y el atrevimiento de espolear a mis conciudadanos en la urgente carrera solidaria que el mundo demanda.
Mi lánguido saber en Historia y mi indisciplina intelectual no me animan hacia la investigación –no todo el que investiga está dotado debidamente: evito del modo más fácil caer en ese error–. No me siento en absoluto anunciador de verdades ni de ideas –si acaso, difusor de dudas– ya que cuanto pienso sólo es un modesto reflejo de lo que con dificultad trato de aprender de los maestros de la cultura. No hace falta asimilar tanto saber para intuir que, salvo en el campo de la ciencia y en el inefable limbo creativo del arte, el ingenio lo ha penetrado casi todo, casi todo lo fundamental está magistralmente dicho por los consejeros de la historia; pero, desviados de sus consejos, no todo lo humanamente deseable se ha hecho.
Entre las fuentes de mis exiguas experiencias destacan los libros –plácidos “claustros de libertad”; en casos excepcionales, joyas del pensamiento que superan su ineludible carácter de mercancía–. Una forma anárquica de leer, como un atolondrado lepisma, convierte mi lectura en búsqueda y recreación un tanto atípica, que me aparta sin remedio del camino de alcanzar la técnica paciente de la investigación científica. Eso sí, a veces, el momento de la lectura se impregna de un halo místico, como ocurre, por ejemplo, con la fascinación que emana de los fantasmagóricos sucesos de la ciudad de Macondo, que me siento casi trasmigrado a un arcano seno cósmico como arrastrado por cabestros del tiempo, de un modo comparable al de la maraña de reflexiones que provoca la aventura onírica del trópico universal de los “molinos de viento” donde se estrellan todas las utopías, o al estremecimiento radical con que me hiere la poesía del rebelde que grita amable desde las entrañas rotas.


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Mis recuerdos son imprecisos y romos como cantos de río hasta disolverse en burbujas sin sombra, pero las flaquezas de mi memoria –ya he olvidado quien dijo que el olvido es una potencia activa que facilita la creación– se compensan si acuden a mi mente sugerencias e ideas que emergen en situaciones nuevas confiriéndome cierto talante creativo e idealista. Soy algo más intuitivo que racional y mi forma de afrontar la realidad camina a gusto por esa senda que algunos llaman pensamiento lateral y que a menudo coge el atajo del humor o la ironía. Mi memoria semántica, que suele ser más precisa que mi huidiza memoria episódica, no es capaz de bridar los galopes que turban mi memoria emocional, lo que acaba impidiendo que mi voz fluya de forma sosegada y libre. Con frecuencia, cohibido por la taquicardia, he silenciado opiniones acertadas. Mi regocijo interno no ha podido compensar la molesta sensación de encontrarme ante otra ocasión perdida de expresar mis ideas.
Pero eso no ha sido obstáculo para que siempre haya respondido modestamente a las frecuentes solicitudes de colaboración de compañeros y amigos, en todos los casos desinteresadamente, con dispar reciprocidad. Percibo que mi actividad docente ha fluido con decencia en beneficio de promociones de alumnos que tanto me educaron. Creo que, o se ofrece al alumno un modo de vida de igual a igual en dignidad, sin refugiarse en ningún privilegio, o la educación es una farsa del dominante. La desigualdad entre docente y discente ha de estar basada en la autoridad moral, que facilita marcar los límites con amable firmeza. Mis accidentales salidas de tono, errores y frecuentes torpezas han sido en parte debidas a que cada vez resulta más difícil la docencia cuando un entorno agresivo rompe el equilibrio emocional.
Admiro y agradezco el esfuerzo de muchos intelectuales (científicos, filósofos, escritores, artistas, profesores, periodistas, teólogos…), porque lo que he alcanzado a comprender de su pensamiento ha proporcionado más luz y solidez a mi sentido común. No me incomoda en absoluto que mi pensamiento ronde el sincretismo que nace del fundamento existencial del cristianismo, del humanismo y del socialismo, guiado con una  mínima dosis de racionalidad que pasa sin remedio por el tamiz de los sentimientos.
Me infunde ánimo la gente honrada de la calle, pero me hiela la facilidad con que mentes malvadas azuzan a esas pacíficas gentes hacia la guerra reavivando los dormidos demonios que todos llevamos dentro. Bendigo al poeta si canta para su pueblo; bendigo a los pueblos si bendicen a sus poetas. Reclamo todo el respeto para quien por cualquier sinrazón se le desprecie por ser diferente. Ante personas altruistas, solidarias y generosas –maxima sapientia en sus tareas, profesionales o voluntarias, al lado de gentes infelices, siento con frecuencia una íntima conmoción de orgullo humano: Representan la dignidad sin adornos; el paradigma del deseado “Homo ethicus”.
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No quiero dejar de valorar lo mucho que debemos a quienes lucharon a lo largo de la historia para tratar de mejorar las condiciones de vida de la humanidad (pensadores, creyentes, militantes políticos y sindicales, ciudadanos… mujeres y hombres). Los de hoy, inmersos en general en los afanes dominantes en este mundo global, con su testimonio más debilitado, necesitan más que nunca integrarse en un movimiento ecuménico de empeño con todas las personas de buena voluntad para ir forzando con su compromiso renovado el cambio que debe ocurrir. Aquella vieja división política antinómica, fuente de ambigüedades y enfrentamientos irreconciliables, debería ser superada, arrinconada en todo caso en el ámbito de las insensatas luchas partidistas, y dar paso en la sociedad civil, que no debería abdicar de su función de soberana del estado, a otra valoración de las actitudes de compromiso social basada en una vida cívica más desligada de aquella agreste dicotomía histórica: Solidarios plantados ante insolidarios, sin vocación maniqueísta y sin renunciar al progreso inocuo frente al ciego conservadurismo destructivo.
Mi vinculación a los primeros, brújula inexcusable, me anima para atenuar mi medrosía y pedir a los que saben hacerlo que militen en este difícil esfuerzo y nos orienten a los que vivimos confusos en el tiempo complejo de la posmodernidad. ¿No estamos convencidos de que, si muchos más intelectuales –liderados por los universitarios, de los que no sería justa mi crítica porque desconozco el grado de desvarío de sus taifas– asumieran con más entusiasmo su compromiso social, contagiando a los ciudadanos para adecentar a los políticos codiciosos y pendencieros, se dispondría de una fuerza eficaz para hacer verdadera política de ciudad, ciudad amable y mundo amable? Sería posible con más altruismo y fe en el empeño colectivo por implantar la dignidad social en sintonía con equipos de docentes conocedores de su trascendente papel de transmisores de una educación más humana, para que los caminos de las infancias no sean tan accidentados.
Agotada la semblanza, pasemos a lo sustantivo, pero si alguien no acepta la sencillez de los planteamientos, mejor será que no siga.

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DE QUÉ VA ESTO

Poner énfasis en el hito de 1453 como inicio de la modernidad sería como redundar en el hiato entre dos culturas, sin arriar las banderas de la “guerra santa” y las Cruzadas mantenidas cuando política, economía y religión se defendían con la misma espada.
El tapón turco a las rutas comerciales fue un hecho episódico que sí iba a coincidir con el cambio de época que ya estaba en marcha, cuyo proceso llevaría tiempo –J.L. Pinillos nos dice: “El período durante el cual Europa pasa del Medioevo a la Edad Moderna dura unos tres siglos”–. La conquista de Constantinopla se convierte por azar en un hecho convergente con el renacimiento cultural, potenciado por la difusión de la imprenta, cuyos efectos trastocarán la concepción geográfica del mundo: buscando una ruta comercial alternativa a la de oriente, se surcó el Mar Tenebroso hasta quedar sorprendidos por poniente ante un Nuevo Mundo. Pinillos observa: “El Descubrimiento fue la prueba irrefutable de que la Tierra no era plana y de que el mar de las tinieblas no era sino una leyenda más, de las muchas que habían tenido sumida en la ignorancia a la humanidad durante siglos”. Nadie sospecharía en los albores del dieciséis que iba a comenzar un período histórico que llega hasta nuestros días en el que el progreso de la humanidad se iría forjando por la hipertrofia hasta entonces desconocida de un mercantilismo basado en la conquista –facilitada por la débil oposición de unos imperios en decadencia, hoy reducidos a grupos indígenas privados de sus derechos ancestrales– y el expolio de territorios vírgenes, convirtiendo con el tiempo, desde el cabo Columbia hasta el cabo de Hornos, a sus poblaciones en víctimas de la miseria, la esclavitud o el exterminio, como ya fuera denunciado desde su inicio por los misioneros de espíritu más humanitario. El modelo se extendió a lo largo de los siglos al resto de los continentes provocando su ocupación el enfrentamiento entre las naciones por la codiciosa posesión de la tierra y sus recursos, no comparable, a la luz de la cambiante mentalidad histórica, con el balance final de los efectos de la romanización y otras formas de colonización de antaño.
La mentalidad moderna comienza a concebir un mundo en torno a la idea hiperbólica y falsa de la superioridad de la civilización occidental sobre un mundo de “salvajes”, de culturas y creencias salvajes, que representan “lo inferior”, todo lo que no es Europa (Asia, África, América y todas las tierras “marginales”), sin percibir que para “ese mundo salvaje” los bárbaros eran precisamente los invasores “civilizados”.

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Esta nueva situación también amplía el campo de la experiencia continental con la que se potencia el renacimiento cultural y provoca un cambio en el conocimiento del mundo, de la ciencia y del pensamiento filosófico y político. El humanismo había iniciado un tiempo en el que los principios absolutos, universales, se desmoronaban poco a poco ante los planteamientos nominalistas, dando paso desde el Renacimiento hasta el Siglo de las Luces a un período de reformas políticas y religiosas profundas. El análisis crítico a la luz de la razón impulsa el estudio científico, que hace avanzar la investigación y el conocimiento de las leyes de la naturaleza, la técnica, el maquinismo y las comunicaciones, abriendo el camino a un desarrollo de la industria sin precedentes. Se va a trastornar la mentalidad política, religiosa, económica, social y cultural de Occidente. Anochece para el resistente antiguo régimen, se encumbra la burguesía y comienza una dura carrera revolucionaria por encontrar una posición social digna para el proletariado.
Es un proceso que tiene lugar de espaldas a los intereses de las poblaciones indígenas y a costa de las tierras colonizadas para el abastecimiento de materias primas obtenidas con el mínimo coste, con la fundación de nuevas poblaciones a imagen y semejanza de las europeas, y con la apertura de nuevos circuitos y mercados para colocar los productos que hacen crecer los beneficios de la cada vez más opulenta burguesía. Mediado el diecinueve, Marx manifiesta: “La burguesía, con su explotación del mercado mundial, ha configurado la producción y el consumo de todos los países a escala cosmopolita”. Es la época del florecimiento de las bolsas de valores mundiales –eficaces “universidades” del beneficio–. Hay que recordar que la competencia por la conquista de mercados y control de las materias primas y la energía llevará al enfrentamiento de los países desarrollados, hasta tal punto que el choque histórico entre la Cristiandad y el Islam quedará solapado o larvado ante la potencia bélica de los contendientes y la bipolarización ideológica entre capitalismo y comunismo hasta la disolución absoluta del “telón de acero” con la caída del muro de Berlín y la posterior desmembración de la URSS y de los “países satélites”.
En la actualidad se ha creado un falso equilibrio basado en la hegemonía política y económica de Occidente que no vacila en usar las armas para mantenerla. La universal toma de conciencia de los efectos actuales en todos los continentes de esta trágica realidad, guiados ahora por una mentalidad racionalista crítica y la referencia legal de los derechos humanos, puede, por un lado, empezar a quebrar esta visión eurocéntrica del mundo y forzar un cambio en las férreas políticas de protección de los intereses exclusivos de las grandes potencias que siguen burlando el derecho internacional para mantenerlos. Por otro lado, cobra mayor presencia un movimiento basado en el resentimiento histórico, la revancha, el fanatismo y el odio de las víctimas seculares que alimenta una gran fuerza de reacción y que en los casos más radicales e inhumanos se expresa por medio del terrorismo. Para combatir esto conforme a derecho, no hay que regatear medios. Lo que la historia prueba con tozudez es que si, en lugar de buscar cauces de pacificación a través del respeto de los derechos humanos, se recurre a la estrategia bélica, el líder como matón, se persiste en el error de diseminar más odio.

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“El mundo, supuestamente global, necesita urgentemente una ética global”, esta es la conclusión que con frecuencia formulan importantes analistas y críticos sobre la situación moral de nuestra época. Hans Küng piensa que “sin una ética mundial, la política mundial y la economía mundial corren peligro de acabar en un caos mundial”. No encontrar la forma de dar un paso más allá del planteamiento teórico prueba la enorme dificultad que entraña acertar con una “teoría crítica operativa” desde la solidaridad colectiva que no se enrede en las viejas teorías utópicas de la transformación del mundo a partir de una idea.
Y es que el mundo tiende a la estabilidad, no facilita ser transformado, y nuestro tiempo no es una excepción porque, como ya ocurrió ante la fuerza de desmantelación del Antiguo Régimen, en los regímenes capitalistas actuales –“plutocracias de la burguesía sublimada”– se da también una férrea resistencia al cambio protagonizada por los que se benefician del statu quo que supone el goce de privilegios y de poder al apropiarse de los beneficios conseguidos por el esfuerzo colectivo. Así ha venido ocurriendo históricamente, y durante los dos últimos siglos se ha hecho más evidente la eficacia de los resortes de esta resistencia con la atenuación de la heroica lucha de la clase proletaria ya inoculada con el virus del consumismo, con su vida hipotecada por el señuelo del titubeante bienestar; y los torcidos resultados de las experiencias revolucionarias del pasado siglo que, corrompidas en el poder, han acabado sometiendo los planes de su ideología emancipadora a un rotundo reciclaje para gozar del gran pastel del mercado global, con la resistencia formal actual de cuatro países trasnochados. Hay una especie de fatalidad ineludible que frena todo proceso de liberación, idea que tomo de las palabras de Erich Fromm: “En las largas y virtualmente incesantes batallas por la libertad, las clases que en una determinada etapa habían combatido contra la opresión, se alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando ésta había sido ganada y les era preciso defender los privilegios recién adquiridos”. Esta certeza queda cabalmente reflejada por Orwell en su obra antiutópica Rebelión en la granja.
Si nos remontamos a la antigüedad, tras Constantino, ¿qué ocurrió con la iglesia perseguida? Pues que al verse ya investida de poder, se sacralizarían desde dentro “nuevos dioclecianos” proliferando “nuevas catacumbas”. Habrá que reinterpretar cuánto simboliza la granja orweliana.
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Será difícil eliminar la fatalidad histórica de que cualquier poder huya de los cambios profundos. Ni siquiera las democracias actuales han conseguido evitarla. El mundo desarrollado está dominado por una especie de híbrido político, algo así como un “despotismo democrático”, que nos conduce y nos limita. El sistema de conocimiento pragmático del mundo moderno al servicio del Estado sigue consagrando la cultura de la política hegemónica, de dominio y no de servicio, por un camino opuesto al de la promesa de liberación y de dignificación progresiva de lo esencial del ser humano, porque en lugar de considerar la economía como instrumento de la política democrática, ha prepuesto la política al servicio de los intereses de los ricos. Así lo piensa P. Bruckner: “La “democracia de mercado” es sencillamente una corrupción de la democracia, pues fundamenta su legitimidad en la empresa y no en el parlamento”. Los “gestos” calculados de las grandes potencias –que, veladoras de los intereses de las multinacionales, burlan las promesas electorales y ven al ciudadano como cliente y productor de beneficios– se han conseguido mediante la presión política y social constantes para tratar de ir mejorando lo hasta ahora conquistado de libertad y de cierto estado del bienestar, que se ve amenazado por la deslocalización de la estructura productiva, que busca mayor margen de beneficios en países con legislaciones conservacionistas poco exigentes y condiciones laborales más favorables por la debilidad de sus bisoños sindicatos, abandonados a su suerte ante la ausencia de una internacional sindical solidaria. La crítica en este sentido de B. de Souza Santos es clara: “El movimiento sindical deberá reestructurarse profundamente para poder actuar en los ámbitos local y transnacional, y hacerlo al menos con la misma eficacia con la que en el pasado supo actuar en el ámbito nacional”. ¡Sorprendente!, en este mes de noviembre, nació en Viena la Confederación Sindical Internacional. Noticia que incorporo con satisfacción, aunque con cierto escepticismo, porque el poder de chantaje del capitalismo actual apenas deja espacio de maniobra a las acciones sindicales. La política de los “neocons” está desmontando el estado del bienestar logrado con enorme esfuerzo social a través de los siglos buscando sin escrúpulos abaratar la producción para aumentar los beneficios, desentendiéndose del desarrollo de los pueblos y del empobrecimiento global de la humanidad.

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Esto se agrava por la frecuente sumisión de los líderes demócratas al poder económico, la suplantación de la racionalidad por la agresividad en las relaciones entre partidos y cierto enmascaramiento de la acción política que modela una escuela de conducta pública basada en el engaño, porque la deliberación en pro del bien común tiende a ser desplazada, con el lema del “todo vale”, por una propaganda inmoral que trata de beneficiar descaradamente los intereses partidistas. Todo lo cual, de algún modo, está interactuando como fatal paradigma en las ya degradadas conductas de la vida diaria. No son los modelos que garantizan el mejor futuro a las infancias.

En el recorrido ideal de la lucha por la libertad individual algo se ha vuelto a torcer en la práctica porque ahora el individuo sigue atrapado y al servicio del sistema impuesto por los privilegiados, que identifican el poder del estado con su propio poder.
Es necesario que el pueblo se erija en verdadero protagonista de su futuro no renunciando a su derecho de controlar la acción del poder político para buscar una salida de esta paradoja que sigue padeciendo el mundo moderno: el progreso irreprochable en el campo de las ciencias, la tecnología, los derechos civiles y la cultura en general, frente a la indignidad humana que provoca la utilización del conocimiento como instrumento de dominio sobre los ciudadanos de todo el mundo y como medio de apropiación de los recursos de la tierra, cuyas víctimas más débiles se ven desposeídas de los recursos básicos para la subsistencia, ante la actitud pasiva o ineficaz, cuando no de colaboración, de muchos profesionales de la política y gran parte del colectivo aburguesado de intelectuales que también se resisten al cambio. La ideología neoliberal refuerza esta actitud incitando a cada individuo a esforzarse para ascender a los peldaños de los acomodados, aprovechándose sin escrúpulos del mayor esfuerzo de los menos dispuestos o menos capacitados para medrar, insensibles a las situaciones marginales que provoca el sistema –que ya el evolucionista H. Spencer aceptaba como la consecuencia necesaria de la natural selección social– que hunden en la indigencia a poblaciones enteras a las que se les quiere privar de la oportunidad de probar mejor suerte en los países ricos sellándoles las fronteras cuando hacen un esfuerzo heroico por sobrevivir. ¿Será verdad que alguien ha soltado la frase “La pobreza es rentable”?

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Esa situación es más notoria y trascendente en el marco mundial, pero no es menos evidente esa realidad de la desigualdad en el ámbito nacional y local. También las ciudades se acomodan y viven con indiferencia o dan débil respuesta a las situaciones de marginalidad: en el inventario del patrimonio cultural no se incluye la pobreza o cualquier otro tipo de marginalidad, es un subproducto, una subcultura, un gueto en la conciencia de los ricos. Los responsables políticos, que tendrían que liderar las acciones igualitarias, tratando de convertir la política en pedagogía de la justicia, en lugar de acelerar el modo de erradicarla, desanimada su ideología social, tienden a mostrar un falso escaparate de sus políticas, tan exiguas e insustanciales, que equivalen a excluir a los desheredados del derecho a tener la oportunidad de vivir de su esfuerzo. Esto es un acto inhumano cometido por los que tienen la responsabilidad de cumplir y hacer cumplir los derechos humanos. Hay que apostar por la cultura de la solidaridad. No está mal la “ayuda” del 0,7; pero la cultura de la caridad pública no basta. La pobreza de la ciudad es un grito en nuestras calles aún más grave que el insoportable ruido del tráfico.

A los casi sesenta años de su creación, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, sin haber cumplido sus objetivos, ha sido sustituida en este mes de junio de 2006 por el Consejo de Derechos Humanos que inicia su andadura con menos de la cuarta parte de los países, con la actitud inánime de Estados Unidos a la cabeza de Occidente y la presencia de estados que violan sistemáticamente los derechos que deben defender. Pretende conseguir mayor eficacia que el anterior organismo, sin que ofrezcan demasiadas razones para la esperanza.
La propuesta de la ONU de conseguir los Objetivos del Milenio para 2015, no parece ser sino otro planteamiento más para ir salvando la cara. Está cada vez más claro que el cambio desde los poderes políticos o económicos está muy condicionado por la defensa de los grandes intereses frente a la presión de la opinión pública mundial.
En 2048 se cumplirá el centenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos  –proclamados no tanto como un acto de responsabilidad política mundial, sino por el pavor, entonces aún caliente, que provocó la monstruosa guerra– que ha dado más ruido que nueces por parte de los propios responsables políticos: con todo, algo se avanza. Es una buena fecha de referencia para que, desde la ciudadanía, nos apliquemos ya a trabajar con más decisión sobre la tarea de mejorar el horizonte de las generaciones futuras, para que no se quede en una mera declaración, porque hay que desvanecer la idea de que se trata de otra utopía frustrada.

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Tantos años suponen un plazo que no suele entrar en los planes de cualquier partido político y está lejos de las expectativas de vida de muchos de nosotros, pero esta vocación que puede asumir nuestra ciudad –sin excluir a otras– hay que instalarla en un marco solidario en promisión de un futuro mejor para las infancias. Este es un objetivo generoso que puede empezar fraguarse en la antigua capital de la Bética para empezar a tejer una red de ciudades comprometidas.
Arranquemos a la voz de “CórdobaÉtica2mi48” ¡Pásalo!

El esfuerzo que ahora está haciendo Córdoba para conseguir la Capitalidad Cultural Europea en 2016 va a enriquecer sin duda su ya valioso patrimonio y provocará por un tiempo un interés colectivo importante. Ojalá se consiguiera ese objetivo y alcanzara el entusiasmo y sus beneficios culturales a todas las capas sociales de nuestro pueblo de forma duradera. Nadie desea que resulte al final como aquel recordado “Bienvenido…”.
Un acontecimiento histórico importante lo ha constituido la “Declaración de Córdoba”, suscrita en 2005 por la Organización por la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) que ha dado a la ciudad un protagonismo político de nivel internacional y que afianza su fama de ciudad tolerante. Mucho es lo prometido. Que no se convierta en otro gran soufflé.
Una magnífica decisión que facilitará el diálogo intercultural ha sido la reciente concesión a Córdoba de la sede del Instituto Internacional de Estudios Árabes y del Mundo Musulmán.
En Córdoba acaba de tener lugar el foro trilateral en el que se han pactado los acuerdos sobre Gibraltar: aparcando el torpe empecinamiento en las esencias, se ha resuelto lo más tangible de las existencias para bien de las gentes del pueblo.
Poco antes de dar por finalizadas estas reflexiones se celebra en Córdoba la II Reunión del Grupo Español de alianza de Civilizaciones. Más adelante trataremos esta iniciativa de diálogo global.
Y no son estos los únicos acontecimientos de rango internacional que aquí están teniendo lugar: Córdoba para dialogar, no está mal.
Afortunadamente caminamos para conseguir terminar el 2006 acercándonos a las cien mil adhesiones a la candidatura de Córdoba a ser Capital Europea de la Cultura. Son muy valiosas y abundantes las obtenidas de grandes personalidades. Pero no olvidemos que sólo la ciudad cuenta con bastante más de trescientos mil habitantes y más del doble si no olvidamos a los de la provincia. ¿Por qué no se adhieren entusiasmados? ¿Qué valor le dan en la práctica las autoridades locales a la respuesta popular en estas oportunidades culturales? ¿Es competencia exclusiva de la élite? ¿Están esperando para obsequiarnos con el “regalo”? ¿Es que, en el fondo, aún prevalece el viejo estilo de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”? Hay tiempo si se quiere demostrar que no es así. (Coincidiendo con una revisión de estas líneas, se anuncia que en setiembre próximo comenzará un plan para atraer la adhesión popular. Que tenga éxito).

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Puede que el talante clasista que ha caracterizado hasta ahora a los grandes acontecimientos explique por qué gran parte de la ciudadanía se muestra indiferente, cuando no ajena a estos hechos. Valdría la pena tratar de entender qué es lo que hace que la gran mayoría de los ciudadanos de todo el mundo, con todo derecho, se conmuevan en “sano delirio”, al margen de los violentos, con los éxitos o fracasos de sus equipos deportivos y que también una gran mayoría permanezca impasible ante hechos de rango internacional que se celebran en su ciudad o que afectan a la vida de la humanidad. Algo debe tocar las fibras profundas del sentimiento y el interés en el primer caso y no en el otro. Habrá quien piense que su “pasotismo” se pueda deber a una ingenua sospecha de que en todo esto haya “mucha paja y poco grano” para el pueblo. O que crea que lo que se manifiesta es un inconsciente localismo que reduce las fronteras de lo importante –al margen de la familia, la salud y el trabajo– a los tradicionales tópicos, a lo festivalero, al yo, a los míos, al aquí y al hoy, sin más pretensiones.
Como no estoy seguro de que esta sea sólo una actitud beatífica, una forma consciente y libre de vivir sin buscarse complicaciones innecesarias –que sería una forma edénica de vivir envidiable– me planteo la conveniencia de que quien tenga clara la importancia de que haya una opinión pública crítica y responsable, trate de ayudar a vencer los obstáculos que impiden al ciudadano exigir una educación capaz de generar a través de la cultura ciudadana un conocimiento liberador de esa postración, que alimenta la actitud del “todo va bien” o del “todo vale”, dominados por un “carpediemismo” errátil y empobrecedor del espíritu.
Sin ánimo de cambiar el modo de vivir de nadie contra su derecho de actuar como le dé la gana, es legítimo tratar de cambiar las actitudes que finalmente pueden arrastrar a situaciones de indiferencia y complicidad ante el abuso y la injusticia derivada de cualquier forma de dominio, que provocan sufrimientos en los demás por dejación rutinaria de responsabilidades cívicas fundamentales. No sólo tenemos derecho a protegernos de las conductas que dañan a los ciudadanos, sino que debemos esforzarnos por cambiarlas. No estamos en el terreno de la utopía sino en la línea de la aspiración de toda acción pedagógica de la humanidad. Habría que actuar como si por fin se hubiese proclamado la “Declaración Universal de los Deberes Sociales”, que desde ahora sería necesario reivindicar más seriamente. Todo derecho individual en correlación con su homólogo deber social sería el mejor axioma de un acertado sistema educativo que contagie a la sociedad, galvanice a la población juvenil de todo el mundo y despeje los caminos de las infancias. En algún sitio tendrá que estar el resorte que active el entusiasmo solidario.
Sin caer en el viejo tópico de creer que la desinformación y la habitual inconsciencia de las masas se consientan deliberadamente porque la actitud acrítica en el fondo facilite la opacidad del poder –no es precisamente eso lo que oficialmente dicen pretender los representantes democráticos de los ciudadanos– de hecho así está ocurriendo, pese a vivir en el marco de las democracias: un sistema educativo y social equivocado, que de forma contumaz conduce a una generación tras otra, salvadas las excepciones, a seguir con suma docilidad, sin criterio propio, los mismos prejuicios, y los mismos tópicos, los mismos esquemas mentales, los mismos “dogmas” sociales y las mismas rutinas consumistas. El creador de la Escuela Moderna, ante una situación histórica aún más reaccionaria, lo sentenciaba lacónicamente: “Mas por desgracia, la escuela puede lo mismo servir de cimiento a los baluartes de la tiranía que a los alcázares de la libertad”. Lo que además –esta es una de las consecuencias– afecta también de forma radical a gran parte de la población arrojada a la marginalidad de por vida. Este contingente social olvidado constituye un “detrito” de culturas tan avanzadas como la propia cultura europea a la que con orgullo decimos pertenecer. Una cultura que permite que esta situación se perpetúe es una cultura perversa que, atrapada en lo más negativo del desarrollo mercantilista moderno, contamina de esa maldad a quien pretenda alcanzar la capitalidad de ese tipo de cultura si no considera como objetivo prioritario acabar de raíz, empezando por casa, con la miseria, no sólo económica, de todos los ciudadanos, incluidos los “sin papeles”. Así podremos aspirar con dignidad a que Córdoba sea por derecho Capital Europea de la Cultura “Ética”; otro tipo de cultura no debería merecer la pena.

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La deriva que experimentan los partidos políticos en el exigible cumplimiento de sus compromisos electorales –erradicar la pobreza debería ser prioritario– permanece sin corregir por la débil presión de la gran masa social que se lamenta pero no actúa, se desentiende de la política o confunde la democracia con dejarse llevar cada cuatro años, en su caso, con la papeleta del voto hacia la urna por el impulso de la propia rutina o por un clientelismo pueril o fanático. Las inquietudes políticas, culturales y sociales de más rigor crítico parecen ser patrimonio de una minoría culta. Mas tampoco el alto rango cultural o de cualquier otra índole es garantía suficiente que permita asumir con decencia el compromiso político y social para actuar con un comportamiento digno. Precisamente la presencia indeseada de esta perniciosa dicotomía entre conocimiento y comportamiento de personajes notables añade complejidad a la situación y hace más necesario que desarrollemos un criterio ético para poder desactivar las conductas antisociales e hipócritas –legitimadas por la posición social– que perpetúan sin solución las situaciones inhumanas en las diversas formas de exclusión. Hacer más digna la cultura de un pueblo pasa por despertar su conciencia cívica para resolver la situación de injusticia que provoca desigualdad, pobreza, explotación y sufrimiento en la mayoría de las personas del mundo. Los nichos de pobreza no son la causa de los problemas sociales que nos agobian, sino la consecuencia de nuestro “moderno” sistema social, político y económico, animado con el aplauso silencioso de la gran mayoría. Estamos tan acostumbrados a lo injusto e inhumano que las alarmas no saltan. Es paradójico que, en situaciones puntuales de necesidad, el pueblo llano y humilde suela ser el más solidario con los demás, como demuestran, por ejemplo, las escenas de veraneantes que, con suma generosidad, acogen a los inmigrantes que arriban exhaustos a nuestras playas, o de pescadores que con gran perjuicio para su faena no dudan en rescatarlos en el mar, mientras las autoridades de Malta trataron de desentenderse del problema. ¿Qué Europa es esta que no aprende del pueblo? ¿Qué pueblo es este que no consigue elevar a universal la generosidad particular?

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Ningún esfuerzo de construcción de ciudad vivible tendría el valor permanente deseado si no se logra elevar la motivación de todos los ciudadanos con claros principios morales para exigir al poder que combata todo tipo de marginalidad. Esto parece que no está siendo posible por múltiples causas que, sobre todo desde la responsabilidad y competencia de las instituciones públicas, no se prioriza frente a otros objetivos más elitistas, ni se pone suficiente voluntad y recursos para su solución.
Es necesario que, apelando al compromiso social que debería caracterizar a las personas más preparadas –es el mejor momento para desactivar el autismo universitario y recuperar su función de modelar el compromiso social– se actuara de forma urgente y con la voluntad necesaria para erradicar el tópico cultural de la injusticia como un mal histórico o de la pobreza como una fatalidad, y dedicar todos los esfuerzos a que cada ciudadano se conciencie de la importancia de su participación y su compromiso con la res publica –que no debemos dejar que se la apropien como patrimonio exclusivo los profesionales de la política– colaborando en la solución urgente de estas situaciones injustas; con el respeto real de los deberes y derechos humanos como base de la buena convivencia; porque lo que la sociedad por derecho nos ofreció, por obligación nos reclama. Está haciendo falta subvertir la actitud apática y egoísta de la mayoría callada –o de las minorías vocingleras–, ayudarlos a salir de esa “adicción” a la indiferencia o al incordio con el propósito de que se viva con algo más de rebeldía, firmeza y dignidad. Cuando el compromiso ciudadano se muestre exigente y crítico, la autoridad se verá obligada a afrontar sus deberes con actitud más democrática, sin tácticas opacas, evasivas o dilatorias.
Esa energía colectiva es la única capaz de cambiarlo todo si está orientada por sabios de probada honestidad, “intelectuales sociales”, personas que se imponen desde su libre conciencia ir más allá del legítimo derecho de seguir promocionándose como individuos, respondiendo en su vertiente social con la solidaridad que es tan necesaria para eliminar las injusticias que oprimen al mundo: liberales en lo individual y sociales en lo colectivo. Sin ellos el cambio hacia una ética global será imposible. Esos intelectuales son muy numerosos, los comprometidos, minoría, los demás, que también deben su prestigio y su sabiduría no sólo a su talento y a su esfuerzo, sino sobre todo al sistema social privilegiado del que se han beneficiado, ubi sunt. Existen, constituyen una inmensa fuerza potencial, pero es urgente que tengan el valor moral de adquirir el compromiso para forzar el cambio de una sociedad desorientada que sigue padeciendo el “síndrome de la caverna”, o lo que en algunos casos es peor, el “bunkerismo” patriotero, unas masas que manipuladas por falsos políticos pueden amenazar con negros nubarrones los caminos de las infancias.

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Aprovechando el impulso que exige el reto histórico de 2016 para nuestra ciudad, se presenta una buena ocasión para intentar ir más allá del legítimo interés que ponen los políticos, los intelectuales y los empresarios locales por conseguir la capitalidad: cultura sí, pero, antes que grandes y costosas obras, cultura de lo esencial y para todos.
Es preciso sanear más la vida democrática en todos los niveles y ámbitos para que la cultura no siga siendo sobre todo un patrimonio elitista. En manos del pueblo es el mejor instrumento que tiene el ciudadano para su promoción personal, para resolver en paz los inevitables conflictos de la existencia y para hacerse sensible a las situaciones dilacerantes que afectan a gran parte de la humanidad: hacia la justicia universal, que empieza por la justicia en nuestra casa.
¿Cuántos miles de personas e instituciones están ya trabajando con enorme entusiasmo en este empeño de conseguir que el mundo se guíe por una ética global? Creo que son tantos que el futuro no es desalentador. Pero necesitan el reconocimiento y el estímulo de todos para que su eficacia aumente y su ejemplo se multiplique con el propósito de convertir tantas voces dispersas en el concierto solidario de un potente coro mundial que suene desde Córdoba con tal persistencia que vaya cambiando las mentalidades resistentes. Hay que lograr que el ciudadano adopte esta idea con entusiasmo, que active el dormido sentimiento de orgullo cívico y lo proyecte disolviendo fronteras. Que todos se hagan socios fanáticos del Córdoba Club de Ética y que provoque también un “delirio colectivo”.
Un plan ambicioso de convocatoria ecuménica podría convertir a nuestra ciudad, que fue capital de la Bética, en centro global de la Ética, toda una ciudad pionera de la defensa de valores morales que, siendo comunes a todas las culturas, permitan en lo sucesivo presionar de forma colectiva, a través del testimonio personal y las actitudes de firmeza desde la dignidad, para forzar el cambio de conductas y conseguir el respeto de los valores y derechos humanos ya tan proclamados de forma universal. Hay que empeñarse con afán en colocar en el núcleo de toda actividad humana, como eje de la convivencia, la Ética –un difícil equilibrio entre la subjetividad y el dogmatismo– nacida del consenso y con el máximo respeto al disenso sin menosprecio de la dignidad de todos los seres humanos. Esa es la verdadera cultura a la que debería aspirar el Homo sapiens, huyendo del histórico y ciego empeño por permanecer estancado para siempre en el estadio erróneo del “Homo torpidus”, tan nocivo para el futuro de las infancias.

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LAS TORPEZAS DEL HOMO SAPIENS

A lo largo de tantos siglos de historia, las religiones, las filosofías, las ideologías, las utopías… naufragadas en el mar de sus flaquezas y contradicciones, aún no han podido completar un trabajo que la evolución biológica comenzó a orientar hacia la afirmación continua de la condición humana en una línea progresiva. El resultado actual del proceso histórico de constitución cultural parece indicar que la mayoría de los ciudadanos siguen atrapados dentro de los estados bajo la misma presión anómica de todos los tiempos.
Nos hemos dotado de conocimiento suficiente para construir artefactos sofisticados que nos pueden mejorar las condiciones de vida. Pero a cuántos y qué clase de vida es un asunto esencial que tiene que ver con la ya denunciada enorme desigualdad existente entre los privilegiados y los desheredados de la tierra, entre ellos millones confinados criminalmente en “campos de seres humanos”, víctimas ulteriores de las secuelas de un bárbaro expolio colonial, aún sin valorar ni saldar por las potencias genocidas que ofrecen míseras ayudas propagandísticas: a eso lo llaman condonación de la deuda; ¿la deuda de quién? –se preguntan muchos–. Los organismos políticos y jurídicos internacionales son brazos mustios de la justicia que se ven impotentes para regular la convivencia mundial y reparar las injusticias globales, por los vetos cínicos de los amos de todo, que se colocan impunemente por encima de la ley y se erigen por la fuerza en gendarmes del mundo para velar sólo por sus intereses.
Al no aplicar de la forma adecuada el conocimiento para dotarnos de la verdadera sabiduría –la solidaridad con nuestra propia especie y respeto a todos los seres que conforman nuestro entorno natural; la armonía de la conducta humana con el orden del universo, no alejándonos demasiado del viejo pensamiento socrático– hemos llegado a tal punto de insensatez que, no sólo persiste la situación de injusticia, pobreza y sufrimiento, sino que se nos ha venido encima el riesgo de que la torpe mano de los poderosos irresponsables, descarados defensores exclusivamente de sus beneficios, so pretexto del desarrollo económico y con el chantaje del “bienestar general”, esquilmen aún más el planeta, nos terminen de arruinar el clima y finalmente nos lleven un paso más allá de este período histórico que podemos ya considerar como “protoirreversible”.
¿Estamos convencidos, al ver a gran parte de la humanidad sufrir tantas situaciones injustas, de que la revolución tecnológica nos lo ha cambiado todo menos nuestra manera esencial de pensar? Bajo la piel de la posmodernidad, persiste en lo más íntimo del ser humano la misma incertidumbre de lo antiguo. Sobran las mismas lágrimas, el mismo sufrimiento, el mismo odio. Con la revolución de la técnica, ¿qué ha mejorado en la convivencia?

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Hemos entrado en una dinámica de progreso cuyos efectos están aumentando el bienestar, pero el mundo actual nos amenaza y provoca también incertidumbre y malestar. El tiempo ha cobrado en los últimos decenios una dimensión acelerada y se suceden en cascada los acontecimientos sorprendentes, y casi todo aparece como efímero y desechable. La placidez del tiempo lento se pierde entre las prisas por convertir ese tiempo en útil, para poseer toda clase de artefactos, y se roza el abismo de la insatisfacción y la ansiedad. Domina el deseo de tener resuelto de inmediato cada instante sin dar reposo al tiempo para reflexionar sobre el pasado y valorar el momento. Nos vemos impelidos a circular a gran velocidad por las autopistas de la información sin detenernos a pasear con sosiego por los senderos plácidos de la reflexión. Podría ocurrirnos como a “Funes el Memorioso”, que no podía pensar porque su mente estaba siempre ocupada con los datos que minuciosamente iba obteniendo de la cambiante realidad y sus accidentes en flujo continuo. Sobresaturados de información no dejamos tiempo ni espacio para la formación. Así, los caminos de las infancias pueden resultar muy accidentados. Casi sin superar el analfabetismo nos amenaza el “aninternetismo”. Abducidos por el mundo virtual –que utilizado como instrumento de la comunicación, del conocimiento y del ocio se muestra fecundo– corremos el riesgo de desnaturalizarnos desentendidos de prevenir los efectos negativos de su mal uso y dejar de disfrutar y compartir de forma inteligente lo que la vida y el progreso nos aportan. Se puede dar el espejismo de creer que lo controlamos todo, siendo en realidad controlados en todo.
Por otro lado, aunque aceptemos que cada vez vivimos mejor, si el mundo que vive mal cada vez vive peor, es que nuestro modo de vivir es inhumano. Y no vale el subterfugio –que alguien propuso– de dotar a todos los niños del mundo de ordenadores, antes que facilitarles el acceso al agua, a la alimentación, a la sanidad y a la educación. ¡Pobres infancias las infancias pobres! Pensando en ellas reclamo “despensa”, “escuela”, “botiquín” y… “pantalla”.

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Las mujeres y hombres del voluntariado representan una fuerza de acción solidaria que trabaja con eficacia para hacer frente a las situaciones injustas que la acción política atiende mal. Su papel cree entenderlo Santos: “…por globalización contrahegemónica entiendo la actuación transnacional de aquellos movimientos, asociaciones y organizaciones que defienden intereses y grupos relegados o marginados por el capitalismo global”. Las oenegés transparentes y honestas –muchas de ellas firmantes de la Carta de Rendición de Cuentas se enfrentan generosamente a su tarea con insuficientes recursos, contra el tiempo y siendo vulnerables bajo situaciones muy adversas de violencia y corrupción. Los políticos de los países hegemónicos tienen otras prioridades y se puede decir que casi abandonan a los pueblos a su suerte, o vinculan su ayuda a otros objetivos políticos y económicos. Las multinacionales que explotan los recursos de los países empobrecidos reciben el apoyo incondicional de los países desarrollados, mientras que los gobiernos democráticamente elegidos que toman medidas revolucionarias pacíficas para intentar sacar a las clases marginadas de su precaria situación social y económica, como es el caso actual de Bolivia, son ciegamente tildados de populistas desde fuera –presionados por la oposición conservadora beneficiaria de la explotación colonial, desde dentro– en lugar de vigilar y presionar para que esos planes se dirijan efectivamente a compensar las desigualdades. Con esas políticas neoliberales el resultado es la continuidad del sufrimiento de la mayoría de la población mundial, incluida también gran parte de la de los países llamados ricos. Pero nadie quiere ver lágrimas: ante esta realidad, se encuentra una inmensa mayoría del mundo desarrollado que vive instalada en su burbuja individual y se deja inducir por los de arriba, mientras crece su indiferencia e insolidaridad hacia los de abajo. Pocos parecen saber cuándo se alcanza el nivel de bienestar suficiente para vivir con dignidad. Casi da risa pensar que alguien diga para sí “¡Hasta aquí he llegado, ya no necesito más!” El espíritu desprendido suele estar devaluado. Me ha sorprendido para bien la filantropía del considerado el hombre más rico del mundo. Creo que no es el único ejemplo. Es posible que sean de los pocos que en el fondo reconozcan que no toda esa riqueza les pertenece. ¡Que abunden las réplicas para alegría de las infancias!

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El progreso material experimentado por la humanidad a costa de la degradación progresiva del medio natural deja al hombre –como vemos– en manos de la codicia de los amos del mundo, bordeando la sima que abre su propio poder destructivo por el deseo de dominio de los recursos por encima del sentido solidario, desestimando la urgente necesidad de atender a los signos evidentes de que la tierra con nosotros dentro está corriendo un riesgo cierto. Son conservadores de su patrimonio y destructores del patrimonio de la humanidad. El derecho internacional es ignorado sistemáticamente en función de los intereses nacionales o de los entes económicos multinacionales, se burlan los protocolos o ni siquiera se firman –el de Kioto o el compromiso del Milenio son ejemplos palpables–. El “cumplimiento” de los derechos humanos se proclama con frecuencia a bombo y platillo, se sazona con retórica hipócrita o con suscripción a normas o códigos de conducta impecables que sistemáticamente se incumplen, desde los países más democráticos a los más tiránicos, desde las multinacionales a las pequeñas empresas.
Tampoco escapan a esta dinámica del doble juego ético-cínico, en el campo de sus respectivas responsabilidades, ni los partidos políticos, ni las formaciones sindicales, ni los más creyentes ni los más incrédulos. Domina una actitud laxa, más o menos consciente, que constituye una estructura de comportamiento globalizado que invita a la irresponsabilidad, por donde se cuelan la ineficacia y, con bastante frecuencia, los comportamientos corruptos, como si se tratara del aliviadero por el que se escapan a la deseable presión de la vigilancia social las conductas viciadas e ilícitas. Esta estructura comunitaria se organiza a veces de forma más o menos hermética, en el seno de todo tipo de grupos humanos: estados, partidos, corporaciones, células o camarillas, con una “moral” propia que los afora y protege. Se constituyen como una red casi indestructible de coherencias en relación con una velada incoherencia fundamental –hábilmente maquillada en el escaparate público con diplomacia o con el barniz ético de un código deontológico impecable–, que antepone los intereses corporativos, partidistas, comerciales…, de forma tan refleja que podríamos llamarla “danza de la bandada” –pensemos en los estorninos o en los bancos de anchoas, que evolucionan como un organismo compacto para protegerse–. Sus miembros entre sí poseen una fuerte capacidad de imitación acrítica y de reacción agresiva ante cualquier amenaza exterior, porque adaptarse al medio próximo responde al impulso biológico de sentirse seguro, pero obra en contra de la evolución cultural de base ética acorde con los principios que sostienen los derechos humanos, rozando o vulnerando la legalidad. Quien se sale de esa danza o no se somete al “siguaneo”, sufre las consecuencias del ninguneo –si alguien está pensando sólo en partidos políticos o en las “diplomáticas” relaciones internacionales, se queda corto porque aquí está la raíz de muchas formas de engaño y acoso en la vida diaria–, por eso, los espíritus críticos y honestos, que rompen la “ley del silencio” y van contracorriente, suelen sufrir ese acoso con que se paga la osadía de “dar lecciones de dignidad” en solitario. Pero no siempre las situaciones son tan radicales, porque la entusiasta solidaridad de personas dignas y responsables, que se constituyen en equipos de acción eficaz y honesta, facilita réplicas en sentido contrario, señalando un futuro más amable y digno para las infancias.

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El desalentador fracaso sucesivo de todos los propósitos anunciados en la modernidad de resolver la pobreza, la guerra y la explotación salvaje de los recursos del planeta, provoca un sentimiento de frustración y malestar arrastrado a lo largo de los tiempos modernos y que, sumidos en el desconcierto y el individualismo, nos ha ido instalando en la mentalidad compleja y contradictoria de la posmodernidad.
Los obstáculos que históricamente han impedido mayor progreso en la conducta social del homo sapiens son diversos: la propia dotación biológica del ser humano de agresividad y egoísmo, necesaria para afirmarse en el medio natural como individuo, que perdura en el medio social con inclinación a que se imponga la ley del más fuerte; la certidumbre que proporciona el poder y la apropiación de los recursos frente a los demás, que dota de un viejo instrumento de fuerza dominadora: la riqueza; la consolidación de una clase política que sigue demasiado distanciada del ciudadano y adicta al poder; la impunidad con que se violan los derechos humanos desde todas las instancias políticas, económicas y sociales; la indefensión que padecen las víctimas de las injusticias; la estigmatización que sufren por el hecho de serlo los desgraciados del mundo; la indiferencia que muestran la mayoría de los intelectuales que son inducidos por la magia del poder y del éxito personal; la desvanecente energía de la militancia política, sindical, trabajadora, religiosa o estudiantil, con frecuencia inmersos en intereses sectoriales o en ambiciones personales; la incapacidad –a veces derivada en violencia– de los grupos de contrapoder para desmontar la resistente dinámica abusiva del sistema; la insuficiencia de las acciones caritativas o solidarias; la indiferencia y la falta de compromiso de la gran masa ciudadana. A todo esto se une el persistente estado del miedo y el sufrimiento por las guerras, los terrorismos y la delincuencia, que pretextan los políticos para cambiar libertad por seguridad, convirtiendo al controlador en controlado.
Esta situación perenne configura un “gran tinglado” regido por la “mentira” con la que los poderosos pueden manejar como a títeres con los hilos de “su verdad” las vidas de los demás. No cabe más camino para conseguir cambiar esto que la unión solidaria de los que ajustan sus vidas a la ética de personas responsables, personas veraces, porque es la verdad –no ontológica ni teológica sino, como antítesis del engaño y la hipocresía– la que nos puede hacer menos infelices.


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Sería necesario, con un volantazo de optimismo, plantearnos: Hasta aquí llegó el homo sapiens; que emerja el “Homo ethicus”, única salida posible de la encrucijada que se nos ha plantado delante, para no seguir por un camino con difícil retorno.
Ante la actitud irresponsable que muestran algunos líderes políticos mundiales, debería ser una realidad el compromiso social de los intelectuales. Es razonable y justo que dediquen sus esfuerzos al beneficio personal –es su medio de vida– pero, lamentablemente, es aún poco frecuente que parte del esfuerzo lo consagren, sin pretensión lucrativa, a patrocinar el cambio social y si lo hacen, o el entusiasmo no es suficiente o son proporcionalmente una minoría, a juzgar por los resultados.
Es verdad que hay signos de que la actitud está cambiando, se percibe un cierto clamor –ya no sólo de la acción de los cooperantes– que empieza a sonar cada vez más fuerte, en el mundo del arte, de la medicina, del periodismo, de la universidad, de las iglesias, de los intelectuales en general. Incluso desde los poderes políticos y económicos, ante la presión de una sociedad más preparada y exigente, se muestran tímidos gestos de reconocimiento de la situación límite en que se encuentran los países pobres y ya no se discute la evidencia del cambio climático. Gestos que tienen más de propaganda que de sinceros –políticos que gobernaron de espaldas a los valores medioambientales, en el ocaso de su carrera pública, enarbolan la bandera conservacionista sobre la base de un estruendoso informe que no añade nada nuevo al conocimiento de una situación ya anunciada–. En realidad, hasta ahora, cada gesto se asemeja a la “reacción del iceberg”, que un ligero desgaste lo consolida en una nueva postura. Aunque es una actitud impresentable, demuestra que el incremento de información, conciencia y presión de la opinión pública más preparada consiguen romper el estatismo y esa debe ser la línea de insistencia para seguir forzando el cambio.
La llamada clase política, también la democrática, es la parte a vigilar porque, invocando la seguridad o la defensa de los derechos ciudadanos, se mueve casi siempre más o menos impunemente entre la ambigüedad y la ocultación, un margen –el de las oscuras razones de estado– que la opinión pública no controla. Es una percepción clara que estas manipulaciones tapan los errores del poder y corren en beneficio de intereses de grupo o partido, o ampara intenciones personalistas que son contrarios a los fines del bien común. Es un modelo contagioso que desprestigia a toda la clase política, perjudica a los buenos políticos y potencia el desinterés por los asuntos públicos. Los políticos honestos tienen que reaccionar contra toda situación de retórica autocomplaciente, hasta desterrar la gestión opaca y la lucha por alcanzar el poder a través de medios que no sean la gobernación legal, eficaz y transparente en interés del ciudadano. La militancia política y sindical, y en general todas las instituciones históricas con poder, deberían sacudirse el síndrome de acomodación que padecen, proceder a un concienzudo “calafateado moral” y tratar de imitar más a las organizaciones independientes voluntarias transparentes y a los colectivos de creyentes que realizan en el mundo una labor humanitaria y emancipadora desde la humildad.
La política debe ser un instrumento para conseguir una convivencia cada vez más humana. La democracia sólo es un medio para conseguir la salud plena del sistema. Si la sociedad alcanzara un grado óptimo de educación cívica, obligaría a los tres poderes del estado a funcionar por fin en su papel de meros galenos del bien común.


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NUESTRO PASADO

¿Qué pintamos aquí y por qué estamos como estamos?
Los científicos nos apuntan que desde el momento del big bang, ese inimaginable origen del universo –¿o del “multiverso”? –, hasta nuestros días, los sucesivos cambios de la materia y la energía han dado lugar a varios hitos clave: El mundo inerte –aunque hiperactivo siempre– se constituye –¿hace trece mil quinientos millones de años o más?– en una determinada realidad cósmica en expansión que da lugar a una previa selección fundamental, cuya tendencia es la “estabilidad” en las sucesivas selecciones como reacción ante la incertidumbre del nuevo entorno, constituyéndose galaxias y astros, hasta formarse, como tantos otros cuerpos celestes, nuestro planeta hace unos cuatro mil millones de años; en él otra selección propició la aparición progresiva del mundo orgánico, cuya única garantía de persistencia –como sugiere J. Wagensberg– la encontró en la “adaptabilidad”; y la evolución de entre las distintas especies de seres vivos consigue que una de ellas adquiera consciencia de su propio existir en el universo, es decir adquiere un punto de vista antrópico –S.W. Hawking lo explica diciendo que “vemos el universo en la forma que es porque nosotros existimos”–, con lo que desarrolla la capacidad cerebral de elaborar un mundo simbólico e instrumental permitiendo la selección cultural, que basa su garantía de permanencia en la “creatividad”, llegando a un estadio de la evolución en el que aparece el homo sapiens, que ha ido desarrollando determinadas formas de organización colectiva a partir de la familia (clan, horda, tribu, pueblo, ciudad, nación...) cuya permanencia se basa no sólo en la creatividad sino en la funcionalidad de unas reglas de convivencia consagradas por la costumbre, de forma cada vez más alejada del instinto gregario de conservación de las especies animales, que ha ido evolucionando en función de la dinámica social. La complejidad de esta evolución de la selección cultural radica en la aparición de un nuevo elemento de selección que garantice la permanencia del colectivo: el equilibrio –que no quiere decir igualdad– entre la progresiva acción creativa y los beneficios del grupo al amparo de los individuos dominantes por su dotación biológica superior. Así surgió la política como forma de organizar la convivencia y los recursos entre individuos de diversas posiciones sociales en el ámbito de la “polis”. No surge de una idea sino de una función selectiva de ideas y acciones. Pero aún no se ha conseguido la garantía de una identidad colectiva universal: esa garantía podría estar en la política orientada por la ética que conlleva una selectiva forma de ser y de actuar en la comunidad global. El problema es cómo puede pasar de ser una idea de las minorías a convertirse en una realidad funcional colectiva.
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El actual “Homo urbanus”, si se viera desprovisto de todos los ropajes culturales modernos, ¿hasta qué punto sigue dotado para vivir como si estuviera en plena selva? Para sobrevivir en esas condiciones es necesario poseer al menos habilidad, resistencia, astucia y agresividad; ¿sobran las normas morales? Esto me suena a continuar la tendencia histórica de conseguir seres así –no sería un mal ejemplo de esto la obra El Método Gronholm– premiando el carácter dominante emotivo sobre la racionalidad y la actitud moral, lo que provoca el estancamiento de la constitución social, como nos apunta J. D. Delius: “Se diría que, debido a la inercia evolutiva, nuestra estructura emocional está mejor adaptada a la vida en las cavernas que a la vida en los rascacielos”.
Hasta ahora parece que lidera en la conducta humana el componente biológico, más o menos constreñido en un marco postizo de preceptos o normas sociales, “prótesis” que el individuo acepta porque se siente más protegido de la incertidumbre del entorno social. Con desigual protección, incluso en las democracias, el ser humano, aún siendo afortunado, se encuentra encorsetado entre la libertad y la seguridad bajo la amenaza de sus propios congéneres. La sistemática burla de los compromisos éticos, a veces proclamados, incluso cumplidos en situaciones forzadas, al no consolidarse como principios, sigue provocando múltiples desgracias. ¿Aún prevalece la condición biológica individual sobre la constitución social? Parece evidente que sí: cuando alguien tiene poder sobre el destino de otro, amparado en la impunidad, suele burlar todo valor humano. La funcionalidad social se desactiva a favor de la forma que facilita la función individual. ¿La crueldad humana puede llegar a regirse por la misma “moral” que la furia de la naturaleza? ¿Es la misma fuerza telúrica la que origina un terremoto y una guerra? Si aceptamos que la guerra es irracional, podríamos responder que sí –el clima de guerra suele venir precedido por un “rumrum” que empuja al inconsciente colectivo a una catarsis insensata, como si “placas tectónicas” que sustentaran la sabiduría humana se dislocaran–. Pero la red social, al igual que puede enredar con banderas para justificar esa locura colectiva, también se ha orientado a lo largo de los milenios por medio de la cultura hacia una convivencia en progresiva dignidad: la ética emerge como garantía de la identidad colectiva, pero aún no alcanza la fuerza precisa para vencer la resistencia de los individuos y colectividades dominantes que persisten sólo en su propia certidumbre. Trabajará por la ética quien se vaya dotando de una vitalidad bondadosa, encauzando y controlando sus inconscientes tendencias antisociales ofreciendo el mejor modelo para su réplica a las infancias, si se logra al mismo tiempo superar su carácter vulnerable, porque los bondadosos, al ser menos agresivos, en la jungla urbana siguen estando amenazados. Si los principios éticos van siendo asumidos como valor social, pueden garantizar conductas respetuosas, pero sólo el mero cumplimiento de preceptos –como, por ejemplo, la insensatez de ponerse casco sólo para evitar la multa– suele falsear los comportamientos y burlar todos los intentos de conseguir una convivencia más segura y amable.


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Aún lejos de que se consolide como un organismo de rango superior sin anular la autonomía individual, la constitución social no deja de ser un proyecto selectivo de convivencia en el que la humanidad, con su constitución biológica en lento y continuo proceso de evolución, está inmersa.
Muestran interés los científicos por llegar a conocer si realmente en el proceso evolutivo del Homo sapiens la evolución cultural ejerce una función mutante sobre la huella genética, como proponen, entre otros, los sociobiólogos, o se relaciona con la actividad cerebral como creen intuir los pioneros de la “ciencia memética”. Tal vez podrían estar correlacionadas ambas realidades.
La evolución a lo largo de millones de años ha dado como resultado la configuración del actual genoma humano, lo que ha supuesto la aparición gradual de la inteligencia, la consciencia y el desarrollo de la capacidad creativa, permaneciendo la agresividad como mecanismo de respuesta en cualquier situación hostil, que está en relación con el comportamiento humano con los de su especie y con el medio natural. Qué huella más o menos indeleble puede dejar un reiterado comportamiento moral a lo largo de ese tiempo o si determinadas formas de comportamiento social tienen alguna correlación en el mapa genético es algo que parece que no sale de la controversia científica por el momento. Creo que hay estudios comparativos con gemelos que algo empiezan a alumbrar sobre esto. Muy interesante se presenta la teoría –que leo a través de Robert Aunger– sobre los replicadores (priones) que, sin mediación del ADN o el ARN, se replican a sí mismos y actúan como intermediarios entre los procesos biológicos (de genes, virus…) y los culturales (sinapsis, memes, señales…) con el probable papel de duplicadores de un modo selectivo de pensar, que transfieren información directa de proteína a proteína sin manifestarse como fenotipos. En un paso más allá, en las teorías del comportamiento social, el objetivo principal de la memética trata de entender cómo lo más recóndito de la mente puede pasar intacto de un sujeto a otro, y qué señales ajenas a los genotipos y fenotipos actúan de intermediarios como replicadores provocando imitación entre individuos. ¿Ayudaría a facilitar la tarea del cambio social entender cómo tiene lugar en los grupos humanos el paso de las claves morales de la mente de unos individuos a otros? ¿Estaríamos también a un paso de la manipulación? Ciertas ideologías y dogmas, los bulos, los cotilleos, las calumnias y la propaganda ya actúan en este sentido. Pero la ciencia, la información veraz, la enseñanza y la educación libertadoras, entre otros mediadores del conocimiento, son un claro ejemplo de la replicación positiva. Sería conveniente investigar cómo influye la TV en replicar conductas sociales perniciosas o delictivas: el maltrato familiar, escolar…
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La vida menos compleja de los pueblos indígenas ¿da alguna pista sobre esto? En las pequeñas poblaciones de culturas ágrafas que han permanecido aisladas se ha perpetuado a lo largo de los milenios un código de conducta moral basado en la coacción –en el sentido de interacción biológica–, que asegura la cohesión del grupo y la integración equilibrada con el medio natural dando respuesta a las fobias hacia lo extraño mediante los mitos. Costumbres y creencias se replican de generación a generación sin que la autonomía individual adquiera relevancia más allá de la propia subsistencia –como ocurre en determinados organismos sociales del mundo animal–. Pero también se han desarrollado culturas indígenas de costumbres sanguinarias. Parece evidente que no se tuviera consciencia individual de la diferencia entre el sufrimiento causado por agentes naturales y el causado por prácticas sociales o rituales sagrados porque son parte del patrimonio moral, que hoy aún persisten en algunas culturas. Todo viene a corroborar que lo que se resiste a ser interpretado científicamente es cómo se origina ese producto mental de forma individual y es replicado de forma social o cómo se da el proceso de evolución que lleva de la función al órgano biológico o social, o cómo en determinado momento todo un grupo que ha consolidado fórmulas estables de convivencia, se contagia de una agresividad colectiva y es capaz de cometer las mayores atrocidades sin tener consciencia de ello. La conducta habitual es replicada fielmente para estabilizar al grupo, pero también parece que las réplicas violentas poseen una función catártica que liberan las tensiones sociales, constituyéndose por tradición en un valor social.
En qué medida las diversas formas de selección de respuestas mágicas, eficaces para la supervivencia y para afrontar la incertidumbre del entorno, repetidas por las sucesivas generaciones, hayan podido incorporarse –de modo simultáneo a las milenarias tradiciones– al código genético, es una cuestión como ya hemos visto, que probablemente sea complicado investigar por la naturaleza misma de la “sustancia moral”.
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Por lo que se sabe de la vida prehistórica tribal, se puede afirmar que los rasgos comunes que caracterizan las normas éticas de las culturas aborígenes y ulteriores, en lo esencial, tienen sus raíces en una elemental ética primigenia, que garantizan cierta estabilidad en la convivencia tribal sin un grave acoso a la vida individual: respeto a la vida, protección de la prole, veneración a los mayores, culto a los antepasados, participación colectiva, costumbres tendentes a satisfacer el bien común, aprovechamiento no abusivo de los recursos naturales, relativo control de los impulsos violentos, tendencia a la convivencia pacífica en el grupo…
Es fácil observar que todas estas culturas muestran indicios claros del equilibrio que consiguen, integrados en un universo sagrado, entre la necesidad de hacer frente como grupo a las adversidades ambientales y el nivel de libertad del individuo normalmente en razón inversa a la presión del medio que los obliga a constituirse en torno a los líderes más capacitados.
El desarrollo continuo del conocimiento y la técnica dotó de forma progresiva a los grupos humanos de instrumentos y armas más eficaces y facilitó la actividad, la supervivencia y la seguridad del grupo –clanes de familias unidas por el parentesco–, que poco a poco va ocupando asentamientos más estables, aumentando progresivamente la consciencia individual del papel de cada uno como miembro más “especializado” dentro de la comunidad. La tradición, como garantía de la experiencia exitosa, constituye un legado cultural de contenido normativo que está en manos de los más ancianos, que son respetados en la comunidad; la continuidad y el futuro de la colectividad se garantiza con los hijos; el rito iniciático transforma al joven en adulto, el período creativo; la mujer al pasar también el rito iniciático entra en el período de fecundidad que asegura su estima y protección porque incrementa los miembros del grupo, además de desempeñar funciones de sexo en relación con la cría y el cuidado de la prole, el hogar y la recolección, en contrapunto con la actividad del hombre como cazador y defensor del poblado, que se constituye como es obvio en dominante del clan. Las creencias míticas, que interpretan el origen de todo el universo y de los acontecimientos, tienen su base en la integración espiritual con los antepasados y con los seres naturales, con los que se identifican por medio del tótem (los astros, un animal, un árbol, una montaña, un río…) Esta unión mágica confiere al tótem un carácter inviolable, sagrado: un tabú, que funciona como la norma ética que garantiza el respeto a la naturaleza que es su sustento material y espiritual, en la que el individuo se sabe integrado, y da sentido al universo como totalidad eterna. (Es de notar las dos vertientes de la relación humana: la de los individuos del grupo entre sí, y la de estos con el medio. Esta constante biológica nos ayuda a fijar el núcleo de la crisis actual: los fracasos sucesivos de la convivencia pacífica, y la alteración del equilibrio ecológico mundial).


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La estructura social y cultural característica de las comunidades primigenias las ha dotado de una forma de vida en equilibrio estable con la naturaleza y una larga tradición de convivencia pacífica que los ha protegido de un progreso ¿deshumanizante?, a pesar de que en algunos casos, como vimos, se pueden dar prácticas sacrificiales humanas cruentas que desde nuestra moral nos parecen crueles. Aunque en la actualidad aún podemos estar acostumbrados a los vestigios de este tipo de sacrificios o mutilaciones presentes en culturas actuales y en algunas fiestas con animales en nuestros pueblos, porque no dejan de ser patrimonios heredados de nuestros ancestros, que ya no deberían ser tolerados. Tampoco está la cosa como para felicitarnos, ya que seguimos siendo expertos celebrantes del peor de los ritos sacrificiales: la guerra.
Las normas originales de convivencia, aunque mucho más estables cuando se trata de poblaciones aisladas, no excluyen la posibilidad de que evolucionen a lo largo del tiempo. De hecho, si se rompe el justo equilibrio social –siempre amenazado por la pulsión de dominio–, el valor de la tradición puede verse suplantado por un espíritu conservador de privilegios, que se constituye en norma impuesta, que trae como consecuencia un paulatino desmantelamiento del sistema de normas primigenias.
Esta es una dinámica social –la prevalencia progresiva del instinto de dominio individual sobre el ancestral instinto de conservación del grupo– que va a ir complicando la convivencia en el umbral de la historia. Con el sedentarismo, la necesidad de la defensa del territorio conlleva el desproporcionado auge del poder de individuos dominantes que protegen a los miembros de la comunidad pero que acaban imponiendo su voluntad como ley apropiándose de las vidas, los bienes y las armas para aumentar su poder y su seguridad individual afectando al equilibrio natural de la convivencia. Crece la confrontación agresiva, ya no ritual, entre los hombres del mismo grupo y se impone de forma aún más radical la apropiación de la mujer y los recursos. Los hombres y mujeres producto de la esclavitud, que se nutre de los vencidos en las guerras, se incorporarán al patrimonio de los poderosos. La amenaza viene ahora, no sólo del medio natural o del exterior, sino de dentro, y la ecuación socio-biológica se ha ido rompiendo: más recursos y más progreso no equivalen a más seguridad y bienestar para todo el grupo social.


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Las formas de organización social más complejas basadas en el poder, en la posesión de bienes y en la guerra de ocupación y dominio se hace costumbre, y se consagra la agresividad del guerrero como “un valor social”. Ocurre una regresión en la defensa del bien colectivo garante de la continuidad de todo el grupo, en beneficio del interés individual o del grupo dominante; toda la colectividad está al servicio de los oligarcas. Estas normas que favorecen a los privilegiados suelen terminar perpetuadas en códigos orales o escritos. ¿Pérdida de una supuesta inocencia primigenia? ¿El mayor esfuerzo y capacidad personal como instrumento de progreso? ¿Un salto en la constitución cultural: se escinde un grupo nuclear mejor dotado para dominar al macrogrupo en una población en crecimiento?
Sea cual sea la interpretación, lo cierto es que aquí no estamos abogando por la idea de un paraíso perdido, sino por la evidencia de un aumento progresivo de la complejidad de la convivencia y sus consecuencias positivas y negativas que caracterizan la historia progresiva de la humanidad. Es en todo caso el resultado de la voluntad de dominio que caracteriza a todos los seres vivos en su función de relación. Esto es más notorio a medida que crece la población global y se concentra en las zonas más fértiles del planeta.
Los tiempos históricos como hemos anticipado, nos trajeron pueblos dominantes cuya constitución social estática padecía grandes desequilibrios interiores y sobre ese statu quo basado en la desigualdad, los poderosos instauran los códigos legislativos, la educación y las creencias.
La beligerancia de los pueblos conquistadores incrementa su dominio territorial y se forman grandes imperios con su concepción del mundo, de la política y de la historia dando origen a poderosas civilizaciones hegemónicas que irán intensificando su capacidad de eliminar las culturas de los pueblos sometidos, imponiendo una estructura de dominio: yo sobre el otro, que implanta un poder jerárquico; y nosotros sobre los otros, que configura todo el poder imperial.
A lo largo de los últimos seis mil años han ido apareciendo y desapareciendo poderosas civilizaciones, traspasando sus legados culturales desde Oriente a Occidente. Conviene no olvidar esta realidad histórica de cómo gira este caprichoso carrusel para que Occidente deje de creerse el “ombligo del mundo”: podría ocurrir que estuviera comenzando por el Extremo Oriente un nuevo ciclo con los mismos argumentos de dominio que heredó Occidente. Recordemos también que la insondable civilización china, “el león chino”, hacia el siglo XV, se echó a dormir la siesta, cuando Occidente, padre adoptivo de la modernidad, comenzó su lactancia.
Sincrónicamente convivían ignorándose otras culturas aborígenes menos evolucionadas que han llegado, en muchos casos, casi intactas hasta hace menos de dos siglos en que la colonización progresiva ha provocado casi su desaparición, unas veces por la vía de la transculturación tras la ocupación de sus territorios, otras por el progresivo exterminio. Sus poblaciones desguazadas aún sufren las consecuencias en el tercer mundo, ¿Qué pensar de los territorios “cedidos” por los países a estas poblaciones para que vivan “libremente” según sus tradiciones en unos espacios reservados sometidos a la presión y a los abusos de los especuladores de sus recursos naturales? La reivindicación de los pueblos indígenas es también un clamor que debería concienciar a Occidente. Veremos en qué queda la Declaración de los Pueblos Indígenas que la ONU prepara, si EEUU y Canadá temen que les afecte.
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Está claro que en el proceso evolutivo de la sociedad moderna el paso necesario sigue pendiente: en el medio social, la naturaleza humana sigue dotada fundamentalmente para la depredación; ni las religiones ni la cultura ilustrada acaban de transformar la condición moral de los individuos. En la diversidad de las personas, sin embargo, está la esperanza.

Veamos cómo a lo largo del tiempo se percibe en nuestra cultura la permanencia, más o menos velada por el indiscutible progreso creativo, de estas reglas del juego no éticas que causan el estancamiento en el crecimiento de la conciencia moral de muchos individuos.
Para no engañarnos veamos alguno de los muchos ejemplos que confirman la dificultad de conseguir este cambio y recordemos viejos deseos que aún estamos esperando que se cumplan. La “música” suena como si no hubiera pasado el tiempo:
Hace dos mil años: “Bienaventurados los que sufren, porque ellos heredarán la tierra”; hace medio siglo: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (se proclama con esperanza en 1948); en 2004: “En Darfur las cifras son abrumadoras: más de dos millones de personas desplazadas dependen exclusivamente de la ayuda internacional” (R. Vilasanjuán, D.G. de MSF-E); en 2005: “La sociedad española se está volviendo cada vez menos tolerante hacia los inmigrantes” (Observatorio Europeo sobre el Racismo y la Xenofobia); En la última memoria anual de Amnistía Internacional: “Entre 300.000 y 500.000 niños y niñas menores de 18 años participan en conflictos armados en el mundo. /…/ Son forzados a combatir, entrenados en el uso de explosivos y armas, y expuestos a todo tipo de violencia y a la esclavitud sexual”.
Con esta muestra es suficiente para darnos cuenta de que no es necesario pensar mucho para responder a estas preguntas:
¿Cuánto hemos avanzado en la relación humana pacífica? ¿Todos los individuos disfrutan de la vida digna que el progreso debería brindarles? A una pregunta parecida a estas respondía Rousseau en 1749 negativamente: “¿Ha contribuido el progreso de las ciencias y de las artes a la purificación de las costumbres?”; concibió su personal idea de que la sociedad y la civilización falsean la naturaleza humana y la desarrolló en su Discurso sobre las ciencias y las artes.


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Aunque no se deba sancionar con este criterio a todo el género humano, lo cierto es que esta situación se perpetúa porque las actitudes negativas se resisten al cambio. Todo lo contrario, los poderosos acaparan cada vez más poder y riqueza y observamos que “la brecha entre pobres y ricos aumenta” es una triste “canción” que no dejamos de oír. De hecho el individualismo basado en una ideología mercantilista de la civilización occidental provoca que el mundo aparezca como desentendido de millones de personas tenidas como “malditos y despreciados” condenados a la pobreza y sus secuelas creando víctimas estigmatizadas: enfermos, viejos, niños, mujeres, inmigrantes, poblaciones indígenas, grupos culturales y religiosos, o continentes enteros. La tabla de prioridades políticas cada vez dedica más atención a los escenarios de las guerras en zonas de interés geoestratégico, energético y económico con el pretexto de la lucha contra el terrorismo o de deponer o mantener en el poder de forma selectiva interesada a los tiranos con el consiguiente olvido de las crisis humanas y de los territorios del sufrimiento.
Las potencias hegemónicas, con su falseamiento mediante la manipulación de los organismos internacionales y la propaganda, no vienen sino a confirmar que finalmente se impone la ley del más fuerte sin que se acabe de erradicar para siempre el recurso de la violencia, incrementando el sufrimiento de los más oprimidos. La situación nos muestra toda su gravedad porque ahora somos más conscientes de la amplitud del mapa de los regímenes autoritarios cuyo principio rector es la corrupción, casi siempre con ese apoyo político y militar de los estados hegemónicos que ven así facilitado su comercio ilegal de armas, que alimenta y perpetúa las guerras civiles entre las fuerzas “pretorianas” de los tiranos y las guerrillas locales. Persiste la explotación abusiva de sus recursos, con la exigencia de una producción dependiente de los mercados mundiales y no de las necesidades de la población. Todo lo cual impide el desarrollo de estos países y la redención de sus míseras poblaciones, provocando hambrunas, pandemias y una forzada corriente migratoria, muchas veces con final trágico, que deja a estos países, sin la fuerza productiva joven y mejor preparada, en manos de los violentos que abusan y explotan a la población más débil y sumisa: las mujeres, los niños, los ancianos y los enfermos. Es la tragedia que se sigue padeciendo en todos los continentes, de forma especial en África, el vientre ultrajado de la humanidad, de ubérrimas ubres cruelmente esquilmadas, que por su generosidad de mujer se le sigue pagando con más sufrimiento. En África está representada, como una gran metáfora, la crueldad del macho sobre la mujer y los débiles.


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LA RESISTENCIA BIOLÓGICA

La constitución biológica del ser humano y la constitución cultural parecen querer circular por las vías de la disfunción porque no aciertan con los mecanismos de respuesta respetuosa con los individuos de su propia especie ni con su medio natural.
Por muchos esfuerzos que hagamos estamos atrapados en el hecho inevitable de que somos naturaleza; aunque podamos viajar al confín de las estrellas, somos naturaleza; la inteligencia, la conciencia de la realidad y su progresivo conocimiento, son naturaleza; la cultura, las creencias y las pasiones, son naturaleza; todo lo inerte, lo vivo y lo culto con sus sistemas de vida social, son naturaleza; los maravillosos instrumentos y medios que hemos creado y que parece que nos hacen superiores, son naturaleza hábilmente organizada por el hombre. La magia, la religiosidad y la espiritualidad, desde los orígenes de la especie humana, han iniciado el camino de evasión de lo material, pero ese espejismo mental sigue alimentándose de la misma naturaleza.
Lo indeseable y lo noble del ser humano conviven en la naturaleza de cada individuo, haciendo posible que el conocimiento vaya alumbrando el camino para ir desentrañando la realidad, mientras que las conductas siguen frecuentando las sendas más oscuras. Nos hemos endiosado con la posesión material de los objetos, apropiándonos de todo lo natural y artificial para dominar el mundo que nos rodea, olvidando que nos dejamos dominar por las fuerzas brutas de nuestro interior.
La constitución cultural con su poder de creación y progreso sería la única capaz de encauzar las tendencias de nuestra naturaleza. Lo intentamos a través de la educación, pero es penoso comprobar que la formación sigue teniendo un carácter competitivo y resistentemente conservador porque está pautada por los que dominan: Poco se ha cambiado en esto desde que lo señalara Ferrer i Guardia: “…se trata [la educación] de imponerle [al niño] pensamientos hechos; de impedirle para la conservación de las instituciones de esta sociedad; de hacer de él, en suma, un individuo estrictamente adaptado al mecanismo social”. En lugar de propiciar el desarrollo del espíritu crítico hacia lo instituido para perfeccionarlo, y de estimular la superación de uno mismo y el apoyo fraternal para la superación del otro, se premia la adaptación al sistema y el poder de dominio sobre los demás porque es lo que se ofrece como modelo social para triunfar. El cambio así no llega. De ese estancamiento en el proceso de evolución de la constitución cultural sobrevienen la marginación y los sentimientos de impotencia y angustia.


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Este volver siempre al mismo punto del sufrimiento nos obliga a afrontar con más precisión el problema de la resistencia al cambio para renovar la ilusión de que podemos salir del atasco.
Tal vez la vía explicativa que nos puede aportar el ánimo buscado la encontremos en la “Ley general del cambio (LGC ) que formula Jorge Wagensberg y dice así: “La complejidad de un individuo más su capacidad de anticipación respecto del entorno es igual a la incertidumbre del entorno más la capacidad del individuo para cambiar el (o de) entorno”.
La complejidad del individuo la determina su identidad, el conjunto de todas sus posibilidades vitales, de su preparación previa y de sus recursos. La incertidumbre es el conjunto de posibilidades de cambio del medio. La capacidad de anticipación es la variabilidad real del ser vivo ante un estado concreto del entorno. Y finalmente la capacidad de cambiar el (o de) entorno expresa las posibilidades que tiene el individuo para modificar el entorno o de escapar del entorno.
Esta fórmula –según su autor– es una identidad matemática, no una ecuación, por lo que cualquier valor que introduzcamos en cualquiera de las variables necesariamente tiene que hacer variar alguna de las otras para reequilibrar la identidad. Entre las soluciones posibles hay donde elegir, se da una verdadera selección entre opciones. Esta ley –asegura– se cumple de forma universal por lo que incluye a los individuos del medio cultural. Su aplicación a la selección cultural permite ver cuáles son las claves para que un determinado sujeto pueda seguir estando socialmente. Veamos algún ejemplo:
¿Qué pasa en la sociedad cuando un señor A tiene dinero, fama, sabiduría, poder, amistades importantes? Pues, que su grado de complejidad es muy alto. En consecuencia su grado de incertidumbre es muy bajo. Su capacidad de anticipación en cualquier situación es muy alta. Su capacidad de estabilizar el entorno en su beneficio es muy alta, incluso su alta capacidad de cambiar el entorno le resulta no necesaria. Este sujeto es casi inaccesible al cambio.
La pregunta es ¿qué variable hay que introducir para que aumente el grado de incertidumbre, disminuya su complejidad y su capacidad de anticipación y de cambiar el entorno? La respuesta se puede ver clara en los casos en que la presión popular obliga a un tirano a cambiar su actitud o abandonar el entorno (aumenta su incertidumbre), haciéndolo incapaz de anticiparse incluso para utilizar la represión como medio de resistir –como acaba de ocurrir con el rey de Nepal en abril de 2006–. Por lo tanto la variable introducida ha sido eficaz: la presión ha aumentado suficientemente su incertidumbre y ha cedido su capacidad de anticipación.
¿Cómo aplicamos la lección en un mundo tan complejo y de tanta complicidad con el poder? ¿Estamos sólo desplazando el problema como en el caso de los ratones con el gato? Algo parecido.
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Para irnos aclarando podemos considerar la evidencia de que la capacidad de dominar el entorno de un grupo privilegiado (G), cuya complejidad y capacidad de anticipación son muy altas, persiste porque su nivel de incertidumbre es muy bajo (su entorno le es muy favorable) y en correlación, la complejidad y capacidad de cambiar el entorno del resto de la sociedad (S) son equivalentemente muy bajas. Conclusión: Para que S pueda cambiar el entorno de acuerdo con sus valores universales (derechos humanos) es preciso que la cantidad y la calidad moral de los miembros de S introduzcan una variable en el entorno de G aumentando de tal manera su nivel de incertidumbre que lo obligue al reequilibrio según la LGC disminuyendo así su complejidad y por consiguiente su capacidad de anticipación. Es decir G cede en su actitud de resistirse al cambio si la incertidumbre de su propia situación supone una amenaza real para él mismo o los componentes de su grupo. La resultante puede presentar gran variedad, desde cambios aparentes si se prevé que la presión no va a ser constante, pasando por la escisión del grupo de los elementos menos resistentes, cambios lentos si la presión es sostenida o incluso cambios radicales si la presión se generaliza.
Recurro a palabras de esperanza de la secretaria general de Amnistía Internacional, Irene Khan que refuerzan la idea de la presión popular como la forma eficaz de provocar los cambios: “En Bolivia, el país más pobre de Sudamérica, protestas multitudinarias de campesinos, mineros y comunidades indígenas provocaron la dimisión del presidente y la elección del primer jefe de Estado indígena del país”. ¿Podrán empezar a soñar las infancias con un futuro mejor?
En el ámbito de los derechos humanos, el cambio sólo puede venir uniendo dos vectores de fuerza: una opinión pública mundial educada en la solidaridad según principios y valores éticos universales para crear con su presión ese nivel de incertidumbre; y una estrategia bien planificada, pacífica pero enérgica, “gandhiana”, y continuada para que en un tiempo no demasiado largo la presión bien orientada dé resultados. Las infancias sabrán seguir ese buen camino.


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Parece evidente lo poco que ha cambiado el comportamiento de los seres humanos a través de los siglos. Aún así, el balance que podemos hacer a pesar de tantas lágrimas es que el tiempo histórico no ha pasado en balde. El momento actual, el de la posmodernidad, pese a todo, puede que se caracterice al menos por la consciencia de tantas injusticias y del modo de empezar a desenmarañar la complejidad de los problemas; por la respuesta global de los colectivos humanitarios para poder hacer frente a esas dificultades; y por disponer de una referencia legal importante del derecho internacional materializado en la DUDH desde hace ya casi sesenta años, como respuesta al horror de aquella guerra mundial recién sufrida.
También se multiplican las publicaciones, los análisis, los foros, los debates, las plataformas, y finalmente, después de tantos milenios de sufrimiento, la humanidad se encuentra mejor dotada para el cambio, pero demasiado titubeante frente a tanto Goliat.
¿Qué clase de “honda” hemos de utilizar en el marco del derecho internacional? Esa honda ya está funcionando y produciendo sus efectos, se llama presión popular. Sin negar la cantidad e importancia de los graves problemas que padece la humanidad, la citada Irene Khan expresa así su optimismo en el Informe 2006: “Desde los campesinos que protestan contra la apropiación de tierras en China hasta las mujeres que reivindican sus derechos en el décimo aniversario de la Confederación de la ONU sobre la Mujer, los sucesos de 2005 pusieron de manifiesto que la idea de los derechos humanos, así como el movimiento mundial de personas que la impulsa, es más poderosa y fuerte que nunca”.
Es preciso que dejen de verse estos movimientos como preludio del caos porque lo único que se inicia a escala global mediante la conciencia y la presión colectiva es el tambaleo de las estructuras políticas y sociales basadas en el abuso, la opresión y la injusticia. Pero no seamos ilusos confundiendo el tambaleo con la caída, porque vamos a recordar el infierno que vino tras la euforia de aquellos tiempos felices del siglo pasado.


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ADIÓS, SIGLO XX

Este siglo ha hecho méritos para representar el paradigma del maniqueísmo del discurrir histórico: la humanidad capaz de lo peor y de lo mejor; la humanidad cainita contra sus propios hermanos y por otro lado, así como surge del estiércol la vida, el progreso científico, los avances en el respeto de los derechos humanos y la solidaridad internacional han hecho posible aliviar muchos sufrimientos.
Si nos dejamos llevar por una interpretación optimista del tiempo histórico en que vivimos, podríamos ver las líneas del progreso moderno integral con una resultante penosamente ascendente. Habría que añadir con tono muy severo que urge mejorar nuestra constitución social porque el futuro puede que esté empezando a colocarse fuera de control.

Conviene que repasemos las catástrofes que la parte oscura del ser humano nos deparó para tratar de salir del circuito infernal de la historia. Lo que no significa olvidar los logros positivos conseguidos que ofrecen la cara amable de la modernidad.
Nuestro país sufrió la tragedia de una cruel guerra civil a la que el pueblo en su conjunto se vio arrastrado por la histórica adicción a los sables bajo palio de los “salvapatrias”; fue víctima emparedada entre dos tendencias políticas extremas, fanáticas e irreconciliables; y se encontró desprotegido por los graves errores de un gobierno débil. La recuperación de la memoria histórica debería considerar no sólo los crímenes de guerra, que los hubo en los dos bandos –independientemente de las responsabilidades políticas, sociales y religiosas que se derivan de la grave decisión de desencadenar tan trágica confrontación y las persecuciones posteriores– sino la doble condición en que ulteriormente el pueblo fue dividido: alienados adeptos al régimen y vencidos huérfanos de cultura y paisaje sin que, tras la guerra, los odios materializados en las continuas represalias dejaran de agrandar las heridas y aumentar las negras ausencias, hasta dejar una turbadora marca indeleble en la dignidad, en la mente y en los sentimientos de más de una generación. Y la infancia atormentada. Todos tenemos derecho a que se liberen del silencio las causas injustas y desamordazarlas de todo el dolor y las humillaciones sin encanallarse desde el rojo o el azul, para que media realidad no quede desustanciada en la conciencia histórica y exiliada del testimonio historiográfico.
Por otro lado, no creo que sea difícil compartir la idea de que no ha habido mayor cataclismo provocado por la mano siniestra del hombre –aquí el término “hombre” creo que más que nunca merece estar referido al macho– que las dos guerras mundiales provocadas por diversas causas, que llegando a la máxima simplificación podrían resumirse así: Los nacionalismos fanáticos soflamados por mentes delirantes con el máximo poder. La ambición imperialista, la violación de las fronteras nacionales y la confrontación histórica por el dominio de las materias primas, la energía y el mercado que demandaba el sistema capitalista. La codicia del colonialismo disputándose un mundo enajenado de sus tierras y su cultura. La oscura complejidad de los pactos entre naciones que propició la parálisis reactiva inicial.
¿Qué mente puede asimilar que las guerras del siglo XX hayan causado casi un centenar de millones de muertos? La segunda gran guerra acabó probablemente con una gran mentira con la que se quiso justificar las dos terribles explosiones atómicas sobre poblaciones civiles ¿Cómo justificar tanta maldad?
A la crueldad de la guerra, ¿se podría añadir más iniquidad que el holocausto de un pueblo odiado? ¡Un infierno a la medida de la degeneración humana que ignoró una vez más las lágrimas de la infancia! ¡Ojalá que ese pueblo masacrado antaño reflexione y corrija su erróneo cambio de víctima a verdugo de la inocente infancia de sus enemigos de hogaño!
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Con los tratados de paz de 1945, no desapareció la intranquilidad en el mundo. Enseguida se inaugura un período de “guerra fría”, casi medio siglo dominado por el “equilibrio del terror”, un equilibrio bipolar entre dos potencias con ideologías antagónicas que inician una carrera de rearme nuclear.
Las dos guerras por el dominio ideológico en Corea y Vietnam, marcan las posiciones de las dos grandes potencias después de 1945, iniciándose la proliferación de bases americanas en los puntos estratégicos mundiales y del apoyo soviético a las revoluciones en los países descolonizados, de forma especial en la vecindad de su enemigo, como es el caso más notorio de Cuba. Esta situación creaba un progresivo aumento de las graves amenazas.
Ni siquiera los períodos de distensión logran imponer la política del deshielo y alejar esta amenaza de un desastre total. Todos los intentos de alcanzar una “coexistencia pacífica” se ven amenazados por la desconfianza mutua de las potencias. Las bombas atómicas van adquiriendo más y más poder destructivo. Potentes misiles con cabeza atómica de alcance intercontinental inauguran una verdadera globalización del terror, lo que va a ir incrementando la inestabilidad y la angustia de todos, pero también provoca el despertar de las conciencias y las reacciones en contra del rearme y a favor de destruir el arsenal atómico.
En 1950 el Consejo Mundial de la Paz de Estocolmo consigue muchos millones de firmas para pedir la prohibición de todas las armas nucleares. ¿Qué ocurrió? Pues que en las dos décadas siguientes se concentró la mayor escalada de proliferación de armas nucleares. Ni el Congreso de Ginebra de 1955 en el que 18 premios Nobel previenen del peligro de una guerra atómica, ni el Consejo Mundial de las Iglesias del siguiente año pidiendo la suspensión de las pruebas atómicas, ni las marchas de protesta en los países occidentales, entre otros intentos de evitar el desastre, lograron detener la proliferación de armas nucleares.
El tratado de Moscú de 1963 por el que se adquiere el compromiso de no realizar ensayos nucleares, que no firman ni Francia ni China por razones obvias, no supone el final de la proliferación del armamento nuclear. De hecho, los ensayos han durado prácticamente hasta nuestro días y a la casi decena de países con este tipo de armamento se quieren sumar otros, animados porque el Tratado de No Proliferación Nuclear se incumple por parte de las potencias, que deben deshacerse de su arsenal atómico y no lo hacen. Por lo tanto ni siquiera la distensión que supuso la caída del “muro de Berlín” ha disuelto la amenaza que supone el armamento atómico, aunque sí ha ocasionado un relajamiento engañoso –paradójicamente en la era de la información–. Otros países que pactan no armarse y que desean acceder a la energía nuclear confesando fines pacíficos, suponen un grave riesgo por la dificultad de realizar controles efectivos de su uso. ¿Por qué a Pakistán o a Israel se les considera, por ahora, poseedores responsables de armamento nuclear y a Irán no? Los inestables equilibrios internacionales pueden cambiar de la noche a la mañana. Si el desarme nuclear fuera un hecho y los gallos del corral no afilaran sus espolones, nos ahorraríamos estas truculentas cábalas. Corea del Norte acaba de poner su granito de arena en este macabro juego.
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Un catastrófico accidente en la central nuclear de Chernobil, vino a demostrar no sólo el riesgo que representa este tipo de instalaciones de tecnología obsoleta y controles insuficientes, sino las graves consecuencias que la ocultación de los efectos del desastre por parte de los políticos irresponsables tuvo sobre la población y el entorno.
Hoy estamos así: “Cuando se cumple también el 60 aniversario del vuelo del avión “Enola Gay” que lanzó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, (…) no podemos dejar de denunciar las 30.000 cabezas nucleares que hay en el mundo y continuar nuestra lucha por el desarme nuclear” (Juan López de Uralde, Director de Greenpeace).
La enorme capacidad de propulsión de los grandes cohetes permitió el inicio de la carrera espacial que se convirtió, de forma paralela, en una nueva estrategia militar para el dominio desde el espacio exterior. Sin embargo pronto se observó que los grandes gastos necesarios para llevar a cabo los programas espaciales sobrecargaban los presupuestos nacionales y, después de una primera fase de lucha por la hegemonía en el espacio, se fue haciendo necesaria la participación multinacional y llegar al acuerdo de no utilizar la carrera espacial con fines militares. Eso benefició el desarrollo de la industria aeronáutica, la investigación científica, la cibernética y el avance espectacular de la telecomunicación internacional y la exploración espacial que hoy nos parecen tan normales. Pero seamos cautos al valorar esta colaboración internacional porque están empezando a anunciar varios países sus propios proyectos de crear bases en la Luna para facilitar el salto a Marte. ¿Hay que empezar a temer las consecuencias políticas, económicas y estratégicas de esta nueva carrera colonizadora del espacio? Ese previsible negocio, ¿creará nuevos conflictos?
A punto de salir del milenio aliviados con el adiós a la “guerra fría”, Europa sufrió la sangrienta guerra de los Balcanes, una guerra étnica y religiosa entre antiguos compatriotas, que habían mantenido el odio larvado en la Yugoslavia de Tito, saldada con terribles genocidios y que aún hoy precisa de la presencia de tropas internacionales para mantener una paz inestable.
También sufrimos el grave conflicto de la I Guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por parte de Irak, convirtiendo Oriente Medio en un área de alto riesgo para la paz mundial por los intereses geoestratégicos políticos y económicos de la zona. La desaparición del antagonismo de bloques dejó a EEUU con más libertad de maniobra para intervenir y por lo tanto con menos dificultades de control y oposición internacional.
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El estrenar un nuevo siglo no ha supuesto un cambio de actitudes. Sin que hayan desaparecido el casi medio centenar de guerras enquistadas en distintas partes del mundo, traspasado el umbral del nuevo milenio, el terrorismo golpeó al mundo un trágico 11S/2001 con el terrible atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, reivindicado por el líder terrorista islámico Osama Bin Laden, antiguo aliado de USA.
La política de represalia militar es inmediata con la invasión de Afganistán –anteriormente protegida por USA en la devastadora guerra contra la URSS–, supuesto refugio del líder, protegido por el régimen de los talibanes. La intervención de las “reconvertidas”  fuerzas de la OTAN, en nombre de la ONU, no es el mejor instrumento de pacificación si la población civil sigue siendo la víctima colateral. Cinco años después, la fuerza de ocupación internacional, en una misión muy contradictoria, no ha logrado cumplir los objetivos de capturar a Osama Bin Laden ni propiciar una verdadera transición democrática en el país, que sigue bajo la amenaza de la guerrilla de los talibanes, de los señores de la guerra y de las mafias que trafican con la producción y el comercio del opio.
Un segundo país, de nuevo Irak, considerado como refugio del terrorismo y amenaza para la paz mundial por su supuesto programa nuclear y de armas de destrucción masiva, seguía siendo un obstáculo para el control sobre sus recursos energéticos. Esto merma los intereses de las grandes compañías petroleras de Occidente en una zona en la que el control geopolítico sigue siendo crucial. A pesar de que la inspección realizada por la comisión de expertos nombrada por la ONU y autorizada por Irak no descubrió ninguna prueba de la denunciada fabricación de armas nucleares o químicas de destrucción masiva, se cometió el grave error de desoír la votación en contra del Consejo de Seguridad, y el denominado “trío de las Azores” impuso la “intervención preventiva” en Irak. La masiva respuesta civil contra esta guerra injusta –condenada incluso por el Papa– marcó un hito en la historia porque supuso una toma de conciencia global frente al poder hegemónico. La conmoción –sentida en Córdoba de forma especial– que produjo en todo el mundo el comienzo y el temor de las consecuencias trágicas de la guerra de Irak, superando la sensación de impotencia, provocaron una reacción mundial de proporciones no conocidas hasta ahora.
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La caótica situación actual en Irak viene a confirmar que la guerra ha sido siempre el peor medio para resolver los problemas del mundo –aunque el mejor para la pujanza de la industria bélica–. Lo más triste, además de la muerte y el dolor de decenas de miles de seres humanos, es observar la impunidad con que los responsables de este desastre continúan en el poder o siguen justificando su belicismo distorsionando la realidad con el apoyo político de los beneficiarios de las guerras. Si la Corte Penal Internacional tuviera el poder independiente necesario, estas intervenciones también podrían ser perseguidas como presuntos graves delitos contra la humanidad.
Aunque el fin nunca justifica los medios, las personas de buena voluntad deben desear que estos conflictos, ya demasiado envenados, terminen finalmente con una paz duradera que permita el progreso razonable y democrático de estos países y el término del sufrimiento que marca de forma cruel la vida de las infancias.
El conflicto enquistado de Oriente Próximo es el paradigma de todas las crisis mundiales y el ejemplo cabal del “doble rasero” con el que Occidente mide a los pueblos. Razones de seguridad animan a Israel a incumplir sistemáticamente las resoluciones de la ONU sobre los territorios palestinos ocupados en 1967, con el apoyo o la pasividad de Occidente. Esto aumenta la desesperación de las poblaciones ocupadas y enerva aún más la furia terrorista, incrementando la inseguridad del sufrido pueblo de Israel, cuyos gobiernos redoblan la violencia como única vía de controlar la situación –al tiempo que se constituye en estratégico gendarme del “Jefe” –. Las trágicas consecuencias que sobre la población civil y sobre la estructura económica tiene la desproporcionada respuesta a las acciones terroristas de Hizbulá desde el Líbano dan la medida de esta política de eliminación de todo tipo de competencia en la zona. La mala conciencia –una vez más instada por las manifestaciones civiles– ha movido a la ONU a enviar tropas de intermediación para detener la barbarie, pero no mueve ni un dedo para que Israel cumpla las resoluciones y se retire de los territorios ocupados. Aporta recursos para paliar los consecuentes daños que provoca Israel, pero no hace ningún esfuerzo para eliminar las causas, queriendo olvidar que sin un estado palestino no hay salida posible a esta crisis ¿No interesa la paz en la zona? ¿Es mejor camino neutralizar a Siria y a Irán? El dominio de las armas, ¿asegura el gran negocio? Las infancias de estos pueblos seguirán teniendo como patria y como escuela el infierno. Mientras tanto, la música de la concordia de los chavales de Barenboim por un oído entra y por el otro sale.


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¡Habla, Jano! Delata el fenómeno desgarrador del colonialismo, que pocos reconocen. El reparto del mundo, además de un “latrogenocidio”, fue el germen principal de las confrontaciones internacionales de los últimos siglos. La opinión pública mundial conoce pero desatiende la tragedia que vienen sufriendo todos los pueblos de los cinco continentes, sobre todo África, paradójicamente la cuna del Homo sapies. Primero, sus pobladores fueron arrancados como esclavos de sus lugares y vendidos en los mercados de los países “civilizados” para servir a los poderosos, tanto políticos, como militares, civiles o religiosos; después de sometidos, son divididos sus espacios vitales por fronteras que separaban indiscriminadamente pueblos y tribus, son desposeídos en sus propios territorios de los recursos que expolian los países ocupantes; finalmente, tras la “descolonización”, nacionalizados sus territorios, gobernados por corruptos que facilitaron la “neocolonización”, son abandonados en manos de los déspotas que, en sus luchas por el poder –volvemos a denunciarlos– los hacen víctimas de la violencia, la desnutrición y las epidemias, teniendo que huir a campos de refugiados, olvidados de casi todo el mundo, u obligados a vivir un duro éxodo en busca de una tierra que no los recibe bien.
La riqueza y el bienestar de los países desarrollados están construidos en gran parte sobre esas miserias. Se desentienden los ulteriores beneficiarios de los genocidios y los expolios de saldar la deuda que en justicia no puede ser cancelada, porque no prescriben los crímenes de lesa humanidad. Pero ocurre lo contrario, los gigantescos tentáculos de un mercantilismo salvaje siguen estando al servicio de los magnates, forzando a los mismos pueblos a producir para el mundo desarrollado mercancías y beneficios en unas condiciones muchas veces propias de un régimen esclavista. Si los imperios desde la antigüedad han practicado la conquista y ocupación de otros pueblos haciéndolos víctimas del expolio, la esclavitud y la aniquilación, sería imposible pensar en cualquier tipo de reparación hoy día. Sin embargo, la deuda histórica que ahora deberíamos reconocer es jurídicamente razonable que se valore con el patrón del Derecho Internacional actual y de los Derechos Humanos, porque la colonización iniciada en la era moderna aún sigue haciendo sufrir las consecuencias negativas en las poblaciones más desfavorecidas de forma tangible. Desde el proceso de independencia iniciado en el ochocientos hasta el de descolonización posterior a 1945, no se ha consolidado en la mayoría de los pueblos la democracia ni los ha librado del abusivo neocolonialismo económico. Estas consecuencias sí son notorias en la actualidad y es responsabilidad de los países desarrollados, incluidos los implantados con el mismo sistema de Occidente en las antiguas colonias, que cese la explotación de las multinacionales y que pongan medios eficaces para que las poblaciones de estos países salgan del atraso y la miseria.
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Se luchó contra las casi utópicas doctrinas materialistas del comunismo, ciertamente degenerado en su praxis política, para construirnos unas formas de vida, muy atractivas para el que está bien instalado, basadas en un “ultramaterialismo” egoísta e inhumano, un capitalismo salvaje, que olvida que los recursos rapiñados en las colonias, además se obtuvieron mediante la explotación de sus poblaciones indígenas.
Tenemos que reconocer también que algunos de los países que fueron antiguas colonias, por medio de líderes plenamente occidentalizados, han logrado o están alcanzando un nivel normal de democratización y progreso, eso sí con la presencia claramente dominante de la cultura occidental en detrimento de las culturas indígenas locales y siguiendo la misma senda de insolidaridad. En cambio, otros países no acaban de salir del estancamiento en el que lo mantienen los sucesivos fracasos de conseguir un sistema político democrático bloqueado por los golpes militares que casi siempre protagonizan líderes corruptos que imponen regímenes dictatoriales las más de las veces sanguinarios. Frente a ellos con frecuencia actúan las guerrillas o las mafias por el poder o por el control de los recursos, del tráfico de armas y de drogas. El “Jefe” y sus acólitos, con bases militares geoestratégicas implantadas por todo el mundo, se reserva la intervención en cada caso según sus confesados intereses energéticos, de materias primas, de mercado o de alianzas, primando su voluntad sobre el derecho internacional –por lo que procura mantener a la ONU a su servicio y no al revés–. El pueblo, zarandeado en medio de estas fuerzas, sigue siendo víctima en estos casos de la violencia y del caos político que los hunde aún más en el sufrimiento, amargando el futuro de las infancias. Brillan por su “ejemplaridad” aquellos privilegiados países descolonizados cuyos dirigentes –verdaderos herejes del auténtico Islam– disfrutan despóticamente de los beneficios de un mar de petróleo gracias a su anuencia hacia las multinacionales petroleras.

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Desde aquí empiezo a reclamar la reparación de los graves daños históricos que causó la colonización en muchos pueblos. Mentes capaces podrían empezar ya a estudiar la enorme cuantía histórica de la deuda que ha hecho posible el desarrollo vertiginoso de las grandes fortunas de Occidente –si G. Perelman, que al parecer ha sido capaz de demostrar la Conjetura de Poincaré (?), rehúsa hacer estos cálculos, otros habrá que lo hagan. Seguro que el montante bastaría para sacar de la miseria a los expoliados durante tantos años. 
Hablo de saldar la deuda, no con los despóticos gobiernos actuales de estos países –que no se someterían a un control eficaz, aunque necesitan ser objeto de presión internacional sin excusas, como debería ser el caso de España sobre el gobierno despótico de Guinea Ecuatorial– sino con las poblaciones aún marginadas, potenciando la acción de oenegés u organismos internacionales serios, para que salgan adelante las pequeñas iniciativas de desarrollo de infraestructuras locales, asistencia jurídica, formación técnica y estructuración de un sistema económico, social y sanitario que haga frente a la tragedia de la desnutrición, las epidemias, el analfabetismo, el maltrato a la infancia y a la mujer, el tráfico de personas y que se detenga el abuso y la agresión a su medio natural orientando la producción y el mercado al desarrollo sostenible en beneficio directo de estos pueblos laboriosos. 
Hay que tener en cuenta que estamos hablando de una tradición cultural milenaria propia cargada de sabiduría ecológica ancestral que hay que respetar y apoyar: estos pueblos no son inexpertos a los que hay que conducir por la ruta del neoliberalismo inhumano. 
Debe aplicarse el proteccionismo comercial a la producción de los países de economía estancada, lejos de la intemperie del libre mercado que impone el sistema capitalista basado en las finanzas y el beneficio garantizado, de espaldas a las obligaciones humanitarias. No debe descuidarse la exigencia y la prudente tutela de una evolución política hacia una democracia genuina para conseguir la estabilidad y la eficacia de los estados.
Desempólvense todos los planes que los organismos de la ONU han elaborado desde su creación y, superando el ataque de vergüenza, financiados con el montante de la deuda, cúmplanse al pie de la letra: la deuda, las falsedades y los sufrimientos desaparecerían por la misma senda que la culpa.
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Al hablar de los desastres del mundo actual puede parecer que eso nos viene por arte de magia. No olvidemos la condición belicista de la humanidad para dominar y destruir a los que considera un obstáculo en sus planes de expansión y por tanto sus enemigos, y la historia de los acontecimientos que han originado la situación actual. 
El enfrentamiento entre las potencias el pasado siglo y la subsecuente guerra fría hizo olvidar que todo el proceso de colonización de la modernidad había generado una división del mundo en “civilizados” y “salvajes” –ya lo vimos– identificados secularmente con la cultura cristiana de Occidente y la musulmana de Oriente, sin olvidar a los pueblos indígenas sobrevivientes. Si la locura de los dos grandes conflictos bélicos y la “amenaza comunista” durante la guerra fría ha hecho olvidar que esa mentalidad de dominio de Occidente sigue teniendo su efecto rebote, es inevitable que ahora nos sorprenda que emerja esa realidad en forma de reivindicación colectiva del mundo islámico o de reacciones terroristas de las minorías fanáticas. 
Si Occidente tiene su “supermán” –que reside en la Casa Blanca– para combatir el mal del mundo, ¿cómo no pensamos que las poblaciones islámicas pueden ver un héroe en la figura del líder de Al-Quaeda? J. Avilés, en El terrorismo islamista, dice: “La mayoría de las poblaciones árabes e islámicas, y no los gobernantes, ven a Ben Laden como su salvador contra los abusos de las grandes potencias y la tiranía de sus gobernantes árabes e islámicos sometidos a los deseos de los EE.UU. que pretende exportar la libertad y la democracia, engañando a las masas de sus pueblos…” No es necesario añadir que, a pesar de esto, “cualquier” acto de terrorismo es radicalmente execrable.

Como terapia para refrenar este afán de dominio de una parte de la humanidad creyéndose en todo superior al resto, sería bueno recordar que la democracia plena en Occidente aún huele a biberón. No hace tanto tiempo, en 1968, fue asesinado Martin Luther King por defender los derechos de los ciudadanos negros en igualdad con los demás ciudadanos en el país donde se acunó la democracia dos siglos antes. 
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Olvidamos que el 4 de julio de 1776 sólo significó el inicio de un empeño en construir una nueva sociedad con la participación de todos los ciudadanos libres, y sólo los ciudadanos libres; casi cien años después, la guerra de Secesión (1861-1865), aparentemente marcada por una ideología política emancipadora, fue movida por los intereses de expansión industrial sobre los de las grandes explotaciones agrarias del sur, sin que la bandera abolicionista tuviera apenas más consecuencias que liberar a los esclavos de los bohíos para “transhumarlos” a las chabolas de las ciudades industriales; la doble condición marginal de la mujer obrera no tuvo mejor suerte: hasta 1920 no logró el sufragio. 
En la actualidad, la ideología neoconservadora de Bush no ofrece el mejor modelo de democracia al desarrollar su política internacional del miedo con aires mesiánicos. El propio pueblo americano y la humanidad están siendo arrastrados hacia una situación de tensión global por la violación del derecho internacional y la continua vulneración de los derechos humanos.
España –donde se acuñó el término “liberal”– ha padecido desde 1812 un trágico vaivén político en busca de la soberanía del pueblo. El sufragio para la mujer se consiguió en 1931. Superado el largo período de dictadura, cuando ya creíamos que la Constitución de 1978 nos había salvado de los peligros de la última transición, a los cinco años, tres meses y tres días de la muerte del dictador –¡qué casualidad que fuera el mismo tiempo que transcurrió desde el 14 de abril de 1931 al 17 de julio de 1936!– el “tejerazo” nos heló la sangre. Aún hoy, con treinta años de construcción democrática, se percibe un desagradable tufo a morriña por tantos años de olor a incienso y pólvora.
Recientemente, en las puertas del tercer milenio, se abolió el apartheid en Sudáfrica. Abundan todavía los países que ni siquiera han podido orientar su futuro por el camino democrático. ¿Qué escuela van a tener todas estas infancias? A esto no podemos responder con bombas.
El humanismo, que desde el Renacimiento comenzó a desplazar el centro de gravedad del pensamiento dogmático tradicional hacia la crítica, la tolerancia, la libertad y el conocimiento racional de la naturaleza, iría dando al hombre una nueva dimensión. Más tarde, con la Ilustración –según Kant– “el hombre alcanza la edad adulta”. El librepensamiento político y religioso de los filósofos ingleses propició los ensayos republicanos y parlamentarios del país. La revolución cultural del Siglo de las Luces, que terminó por poner en marcha las revoluciones americana y francesa, supuso el punto de partida de una aventura política que encadenó revoluciones y contrarrevoluciones hasta llegar a configurar democracias que aún hoy necesitan ajustarse a la voluntad popular. 
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Toda la sabiduría acumulada a lo largo de estos siglos no nos ha hecho lo suficientemente humildes –Kant debió querer decir que el hombre dejó de andar a gatas– como para entender que la democracia está en proceso porque todavía están vigentes muchos privilegios. De todos modos, el mundo islámico quedó al margen de este proceso de cambio político, que ahora emprende en desventaja, tratando de seguir el camino de la racionalidad y la no-violencia.
A la hora de exigir a Oriente que cargue con las responsabilidades de la enemistad histórica –yihad (esfuerzo) o “cruzada” llegaron a ser las dos caras del mismo fanatismo”– Occidente tiene que reconsiderar que se están viviendo las consecuencias de una biografía del mundo falseada por ambas partes, que en los últimos siglos ha dado ventaja al colonizador dominante, pero eso lo coloca como primer responsable de las desgracias actuales, cuando el derecho internacional, no la fuerza de las armas, debería ser el patrón de la convivencia, eliminando el injusto desequilibrio en la balanza global: dominadores y dominados, vencedores y vencidos, explotadores y explotados. Occidente se apodera además del patrimonio sobre la verdad y la bondad en este pleito secular. Esta falsificación histórica de la realidad se ha ido convirtiendo en el motor de la intransigencia, la persecución, la explotación, y todo tipo de guerras exterminadoras –incluyendo las de religión, no menos cruentas– que desde antaño van grabando en la memoria histórica de todos los pueblos dominados una disposición al rencor, al odio, a la venganza y a la violencia. Y esta situación actual coloca a Occidente en el punto de mira de los pueblos a los que ha convertido en yacimiento de lágrimas.
Ninguna causa puede resultar justa cuando hablamos de terrorismo ni de violencia –y menos aún si la practican los estados democráticos, que no se atreven a definir el terrorismo por temor, tal vez, a “cogerse los dedos”–. Ahora bien, muchas de las injusticias que venimos analizando, sumadas a los abusos históricos, utilizando distintas varas de medir, sí pueden servir de excusa –con fundamento sicológico o sociológico que no legal ni moral– para que otros traten de legitimar los atentados terroristas ante sus fanáticos seguidores, al margen de las responsabilidades criminales que ciertamente contraen. El fundamentalismo, que genera violencia por sí mismo, no debe seguir encontrando además reactivos de la venganza. La inercia del uso de la violencia por parte de Occidente sólo da para mantener un dominio inestable mediante las armas. Hay que aplicar todos los medios para cortar con los errores del pasado: no se trata de reconvertirse de la noche a la mañana en “hermanitas de la caridad” pero sí de buscar a través de la justicia y el diálogo los caminos de la paz. Vuelvo a reiterar que desempolven…


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La complejidad del tiempo actual encierra una realidad paradójica: la información y el conocimiento global son medios imprescindibles para la liberación de los pueblos; pero, al mismo tiempo, con ese deseo liberador que surge del conocimiento, cuando se pone de manifiesto la historia de la injusticias, la legítima reacción contra ellas crea un mundo de convulsiones, como un cataclismo global para el que la humanidad no parece estar preparada porque sigue rigiendo la política de la resistencia y la reacción violenta. Es una provocación constante que hace que el mundo siga encerrado en el círculo vicioso de su imposición maniqueísta: “nosotros” frente a “los otros”. Nadie deja de creer, con el argumento de sus verdades absolutas, que representa el bien, frente al espíritu maligno que siempre encarna el otro. De persistir esta actitud sólo se conseguiría agravar el proceso histórico de la confrontación entre varias concepciones del mundo que no deberían ser antagónicas.
Aunque haya provocado hasta risas en algunos sectores políticos, no está mal orientada, porque no hay otra salida, la propuesta de buscar una “alianza de civilizaciones”, pero falta lo más importante: poner todos los medios necesarios para alcanzarla, para lo cual puede que falte verdadera voluntad política. El equipo que elabora el plan de acción, al encontrarse con el “escollo” de la condición de la mujer en el mundo musulmán, ha preferido no incluirlo en las propuestas sino tratarlo de un modo “acompasado”, para no provocar la reacción de los más radicales. ¿Significa hacer la vista gorda en lo básico? ¿Se van a soslayar también los derechos humanos, suscritos por los países de la ONU? Si no es así, ¿por qué la mujer ha de ser segregada como si no fuera un ser humano? ¿Es un lapsus que indica de qué pie cojea también la mentalidad de Occidente? Si no se pone con prioridad sobre la mesa el más grave de los temas, ¿cómo se van a fijar las posturas? La dignidad de la mujer está reconocida en la doctrina islámica, como nos asegura el profesor Gamal Abdel-Karim: “La degradación de la mujer musulmana hoy, se viene arrastrando desde hace mucho tiempo, no por influencia de las enseñanzas islámicas, sino causada por las propias sociedades civiles que admiten la injusticia, la violencia y los malos tratos que parten de hombres responsables de las leyes civiles que interpretan mal las enseñanzas del Corán y el espíritu tolerante del Islam”. Es el sector moderado musulmán, con el apoyo conciliador de sus interlocutores, el que tiene que desarrollar su pedagogía para desmontar las posturas fundamentalistas y hacer posibles las reformas. ¿O se trata de salvar la imagen con algunos resultados ambiguos para acallar la conciencia de Occidente? Porque, ¡ojo!, si algún cristiano, desde el Vaticano hasta el último rincón de Occidente, encuentra algún “paraíso social” en el que la mujer disfrute, de hecho, de los mismos derechos que el hombre, que levante la mano. ¿Que la situación legal no es comparable con la de la mujer musulmana? Indiscutible pero, ¿desde cuándo?
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Pongamos ambas civilizaciones en el microscopio: Un occidental integrista sólo vería a través del visor fundamentalismo teocrático; un musulmán integrista sólo fundamentalismo plutocrático. Pese a las tensiones entre ambas concepciones del mundo, no hace falta preguntar quién influye sobre quién, aunque la occidentalización, como “clonación” de un sistema que endiosa al rico y margina al pobre, que agota los recursos naturales y envenena el planeta, sea un sistema injusto y suicida. Que el Islam más lúcido y otras creencias, desde una concepción más espiritual de la existencia, se resistan a llevar hasta el extremo este tipo de modernidad, me parece enriquecedor del espíritu.
Nuestro sistema, que posee un poder enorme de replicación, ha adquirido ya proporciones globales y nos provoca la siguiente duda: ¿Se estará iniciando en todo el Extremo Oriente el desmantelamiento de su ancestral espiritualidad y sabiduría –que no resolvió, tampoco bajo regímenes comunistas, sus miserias, pero sí contribuyó desde la antigüedad a impulsar de forma notable el desarrollo del conocimiento y la técnica, con jerarcas tiranos, es cierto– para dar paso a una nueva política hegemónica de bloques, con países como China o India, entre otros, contaminados por la cultura del desarrollo del capitalismo salvaje y el potencial bélico, olvidando la pobreza de la inmensa multitud de sus gentes que supondrían un factor de graves crisis sociales en el futuro, con la agresión progresiva al medio ambiente, todo lo cual podría tener consecuencias graves sobre el equilibrio ecológico, económico, social y político mundial? Parece claro que algo de eso se está iniciando.
El modelo occidental se extiende como una mancha. En este “carrusel”, con otros argumentos, también están subidos los países más integristas. Si se quiere ayudar a que los pueblos se desarrollen de forma sostenible, solidaria y democrática, es preciso que Occidente ofrezca sin engaños ese mismo modelo interno. Sacar a los presuntos terroristas del país para privarlos de todos los derechos jurídicos y someterlos impunemente a todo tipo de torturas no sólo es un crimen que echa más leña al fuego de la violencia, sino una perversión de la democracia que convierte al estado en delincuente. Pero, ¿quién juzga al amo que es capaz de arrancar leyes aconstitucionales de un Senado democrático a pesar de la presión de una poderosa prensa que goza plenamente de libertad de expresión?
Tal vez la prensa libre –pero libre de verdad– sea la mayor garantía del estado democrático porque finalmente la opinión pública informada podrá forzar los cambios políticos. Que la libertad tiene sus límites no es decir nada nuevo, pero conviene recordar que el ejercicio de la libertad exige responsabilidad individual para establecer los propios límites, que no tiene nada que ver con la autocensura, sino con el respeto a la identidad del otro. Así no se pondrá en duda la legitimidad del beneficio económico de la creación haciendo uso de la libertad de expresión.


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La confrontación motivada por las caricaturas de Mahoma y la controversia suscitada respecto a la libertad de expresión, que es un derecho alcanzado con el esfuerzo colectivo como instrumento de información, de creación y de crítica irrenunciable que libera a los ciudadanos de los abusos de cualquier poder –en teoría–, ha terminado convirtiéndose en este caso en una mera defensa de un derecho individual sobre una creación mercantilizada que puede haber perdido su carácter legítimo y ético al no respetar las creencias también legítimas de otros grupos –aunque se esté en total desacuerdo con la reacción fanática y violenta de una minoría como consecuencia de la publicación–. 
Esa exigencia de que nuestro modelo de convivencia respete los principios legítimos de aquellos que incluso no respetan los nuestros es la propia esencia de nuestro sistema democrático, que puede ser falseado por una concepción de la libertad de expresión basada en un provocador liberalismo radical netamente individualista poco dado a respetar “corsés” deontológicos que limiten la capacidad de producir beneficios. ¿No sería más justo que la prudencia evitara la muerte de inocentes a manos de fanáticos? Es cierto que el miedo no debe convertirse en un mecanismo de autocensura pero, ¿están dispuestos los defensores a toda costa de la libertad de expresión a dar cancha a aquellos que utilizan la provocación y el escándalo como un gran “filón” de publicidad y negocio sin importarles el riesgo que corren otros? 
La periodista rusa recién asesinada Anna Politkóvskaya no sólo fue defensora de la libertad de expresión, sino que murió por ejercerla; no sólo sin atropellar el derecho de los otros a que se les respeten sus valores, sino al contrario, denunciando valientemente la violación de los derechos humanos. ¡Qué contraste!

Como fruto de una reflexión final sobre esta necesidad de iniciar una sincera alianza entre civilizaciones que elimine el odio histórico, se puede añadir que en nuestro tiempo se está dando una disolución de la línea divisoria de las dos civilizaciones secularmente enfrentadas desde hace más de trece siglos. Está teniendo lugar en dos sentidos: por la vía lenta de la penetración en Occidente de diversas culturas y creencias que de forma pacífica se integran, participan de las ventajas del bienestar social y pueden aportar valores nuevos que corrijan los efectos de nuestra decadente y egocéntrica concepción del mundo, entre ellos el recelo a los diferentes, con el referente legal común del respeto a las constituciones, a los derechos humanos y por tanto a las legislaciones vigentes en cada país; y por otro lado, la réplica democrática que se puede dar en los países en los que no han tenido la oportunidad de un proceso de racionalización de la vida pública.
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La falta de éxito, en el caso del Islam, de la influencia del pensamiento ilustrado laico –hay quien opina que les faltó un Voltaire– no les ha facilitado el abandono paulatino de la tendencia a basar sus formas de gobierno en un sistema teocrático, con la trabajosa excepción hasta ahora de Turquía. Eso no nos impide reconocer la profundidad espiritual que caracteriza la influencia de la mística oriental en el pensamiento sufí y su vinculación con la mística cristiana. Por otro lado, la facción sunní, que representa más del 90% de los musulmanes y está extendida por los cinco continentes, ha emprendido en su mayoría la tarea histórica de las reformas necesarias para adaptarse a los tiempos modernos, pero algunas facciones de sectas como la chií, las que capitanean el integrismo islámico, son el cliché que injustamente utiliza Occidente para etiquetar a todo el Islam. Y este es el principal obstáculo que podría encontrar Occidente si se dispusiera a afrontar sinceramente la construcción de la paz entre civilizaciones: confundir el Islam con las minorías teocráticas y los fanatismos que originan sus doctrinas, que no abandonarán fácilmente la idea de que se utilice el terrorismo contra los que consideran sus históricos enemigos.
La complejidad de la lucha contra el terrorismo en casa se agrava con el recurso de la estrategia bélica indiscriminada: los escasos resultados cobran su alto precio en aumento del rencor y del sufrimiento de la población inocente. Pese a las iniciativas de alianza, los políticos de Occidente no parecen muy dispuestos a encontrar cauces nuevos para saldar en paz esta vieja enemistad, ni la opinión pública lo demanda con firmeza, ni facilita la integración de los inmigrantes con demasiado entusiasmo. ¿Por temor a que la diversidad de culturas y razas en su propio seno amenace con convertirse en el “caballo de Troya”, o la “invasión de los bárbaros”, y que de algún modo crean ver el inicio del final de una época que a algunos les puede sugerir la decadencia de Roma? Viene bien recordar ahora lo que Séneca escribía a su madre Helvia desde su destierro en Sicilia siglos antes de desmoronarse el Imperio: “Contempla esa afluencia a la que apenas bastan los innumerables techos de la ciudad de Roma: la mayor parte de esa multitud carece de patria /…/ Difícilmente encontrarás, pues, tierra alguna cuya población siga siendo la indígena; todas están mezcladas y entrecruzadas”.
Es una ley biológica que la abundancia atraiga al hambriento. Una cultura “superior” como la nuestra, con una tradición cristiana que basa la convivencia en la caridad, ¿cómo es que responde a la diferencia y a la necesidad con el rechazo o con el odio? Todavía la comunidad romaní, después de tantos siglos de exclusión, necesita hacer valer su voz en Europa porque sigue siendo víctima del rechazo social. Las reflexiones que vamos a hacer a continuación tal vez aclaren el porqué de esa inercia cultural.


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Capítulo 07
AIRES DE CAMBIO

No cabe duda de que el gran tapiz de la cultura occidental se ha creado en buena medida sobre la urdimbre del cristianismo hasta entretejerse, no sin resistencia y represión, con el espíritu humanista, racional y crítico de la modernidad.
El poder católico dominante, confundiendo el espíritu evangélico de amor al prójimo, ha utilizado su doctrina dogmática como arma espiritual –el exegeta Küng nos dice sobre san Agustín: “De este modo a lo largo de los años /…/ definió a Dios como “el amor en sí mismo” y se convirtió fatalmente en el testigo de cargo de la justificación teológica para las conversiones forzosas, la Inquisición y la guerra santa contra los descarriados de toda condición…”–. Siglos después, el Islam asumió esta tradición.
La histórica idea de la evangelización como militancia, al contaminarse de intereses políticos y económicos, ha supuesto frecuentes enfrentamientos sangrientos incluso contra religiones hermanas. El Santo Oficio, en nombre de una supuesta infalibilidad, ha condenado equivocada e injustamente –así reconocido hoy– a hombres y mujeres que se atrevieron a pensar libremente, lo que ha supuesto una rémora importante para el progreso humano y científico. No ha pasado tanto tiempo desde que Pío XII, cinco años después de ser declarados, condenara los derechos humanos, aunque varios lustros atrás no se atreviera a condenar abiertamente el nazismo ni el holocausto, que era exigencia moral en su momento, como sí condenó el comunismo. ¿Criterios teológicos? Pues, –al margen de lo que pudiera haber influido la experiencia de Pacelli como nuncio en Berlín– el primero cometió sus crímenes sin renegar de la fe católica; el segundo, negando a Dios. ¿Es la ortho-doxy y no la ortho-praxy la que mereció la diferente sentencia moral? Küng, en sus memorias, respecto al silencio oficial, habla “de las simpatías del Vaticano por las divisiones blindadas de Hitler, que, cual brazo fuerte de Dios, vendría a cumplir la profecía de Fátima de la conversión de Rusia”.
La Iglesia, constituida en un poder temporal de corte medieval, condenando la democracia, ha funcionado como una ostentosa monarquía con un poder jerarquizado en manos de la curia romana –muy parecida a una corte de influencias mundanas–, excluyendo a la mujer de toda legitimidad apostólica. Al negar su parte de responsabilidad en la separación de las Iglesias hermanas ha hecho más profunda la cesura a lo largo de los siglos. Así, quedó anclada en el espíritu de la Contrarreforma. La respuesta de miembros críticos desde dentro de la propia Iglesia, reclamando una revisión de la doctrina medievalizada y la vuelta a la vida evangélica del compromiso con los más pobres, en la práctica sólo mereció la censura, cuando no la condena desde el Santo Oficio. Aquellos curas obreros de mediados del siglo pasado padecieron igualmente su reprobación por razones políticas, olvidando su apostolado fundado en actitudes humanitarias. Aún sigue siendo medida por el mismo rasero la acción basada en la “Teología de la Liberación”, que ha dado mártires a la Iglesia.



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Fue un papa “sorpresa”, Juan XXIII quien abrió la puerta de la esperanza convocando el Concilio Vaticano II, inaugurado en 1962 (el mismo año de la grave crisis cubana de los misiles). El planteamiento inicial del Concilio prometía ser una transición liberadora de la propia Iglesia en primer lugar y de salvación de la humanidad como misión radical.
La rápida difusión televisiva del carisma humano del nuevo Papa creó una corriente de simpatía e interés hacia todo lo que se estaba gestando en las reuniones conciliares. Fue un catalizador de la vida social, cultural, política, pero sobre todo religiosa del mundo entero, incluso de buena parte del clero y del episcopado. Los mensajes de cambio eran alentadores. Un hecho así demostraba la necesidad de esperanza con que la humanidad deseaba vivir en medio de tantas angustias. La trascendencia de lo que en el Concilio se consiguiera se intuía como más eficaz para la transformación del mundo que la mayoría de las verdades dogmáticas encapsuladas con las que Roma pretendía dirigir las almas de los creyentes. El hecho religioso, con la garantía de lo auténtico, cobró un nuevo valor afectivo y espiritual por encima de sentimentalismos y preceptos.
La temprana muerte del papa Juan torcería a corto plazo una parte fundamental de las propuestas al no haberse podido lograr la reforma de la curia, que impuso su carácter conservador mediante verdaderas maniobras autoritarias.
No obstante, en principio –como nos señala Küng– los cambios que el Concilio propició liberaron a la Iglesia de muchas rémoras del pasado: condenó todo “antisemitismo”; se retractó de la condena histórica hacia el pueblo judío como culpable de la muerte de Jesús; se reconoció como parte de la Iglesia a los otros hermanos cristianos; se afirma la libertad religiosa y de conciencia; se reconocen los derechos humanos; se mira con actitud más positiva a los creyentes musulmanes y de otras religiones, considerando posible la salvación de los no creyentes sólo con la buena conciencia; concede valor positivo a la ciencia y a la democracia; y el pueblo creyente se ve con posibilidad de participar en las cuestiones teológicas y de forma muy activa en la nueva liturgia, acomodada a las diversas diócesis y lenguas, cobrando relevancia las conferencias episcopales.
Algo importante va a quedar por resolver: el tema del poder absoluto, no sólo queda soslayado sino que se refuerza la autoridad del Papa con el arropamiento de la curia permaneciendo casi intacto el anacrónico boato de la corte de Roma; los derechos democráticos en el seno de la jerarquía eclesiástica no existen, perdura una parte importante de la jerarquía como clase clericalizada que pretende contar con los creyentes como súbditos adoctrinados; el carácter colegiado de la Iglesia conciliar desaparece; quedan bloqueados asuntos como el celibato, el control de la natalidad, la ordenación de las mujeres, que ulteriormente han sido rechazados con el apuntalamiento de la infalibilidad del Pontífice. El Santo Oficio, reconvertido en Congregación para la Doctrina de la Fe, pese a suprimir el Índice de libros prohibidos, aún se reserva el poder de coacción suficiente para poder someter oficialmente cualquier intento de crítica al sistema. Se va gestando un clima de decepción al compás del reencumbramiento del poder autoritario de Roma.

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Cuando en 1968 la línea del tiempo social marcó una quiebra del conformismo, manifestado por medio de un radical rechazo revolucionario a todo lo que sonara a vieja autoridad, la Iglesia va en dirección contraria, se atrinchera de nuevo y se constituye en vigilante de la vieja doctrina reinstaurada. La retórica y la propaganda de papas, a los que no se les pueden negar sus aspectos positivos –su abundante doctrina social, por ejemplo– consigue que quede solapada una facción de la Iglesia militante comprometida con la vivencia evangélica. Así el éxito de la Iglesia romana se mide por el poder de convocatoria y el número de viajes, tratando de llenar –falsamente, por lo que posee de marketing– de contenido el término “católico”, pero que en el fondo, ha provocado un distanciamiento espiritual de los creyentes respecto de esa doctrina social, tan amplia pero tan restrictiva y censurante en la práctica, de la autoridad de Roma.
Hay que lamentar que la fuerza moral que en esencia correspondería en buena parte a la Iglesia Católica, que podía haber sido líder en la conducción del proceso de cambio de la humanidad, se haya esclerotizado de nuevo en su paradigma conservador y en la fe como espectáculo. No parece muy moral que, para mantener sus privilegios, esgrima su doctrina y sus símbolos en la arena política con tal vehemencia que se olvida su contenido esencial que es dar testimonio de amor al prójimo –también sería indigno que se le atacase desde un laicismo convertido en marca de guerra en lugar de mostrar una disposición abierta ante las diversas creencias–. De todos modos, la facción más reaccionaria de la Iglesia se muestra beligerante contra el poder laico legalmente constituido para defender sus históricos privilegios y su vieja complicidad política, acosando la legalidad democrática. Llega a darse el caso de que, vulnerando el libre albedrío de sus adoctrinados, los induce a la desobediencia civil, lo que acaba enfrentando a los ciudadanos entre sí. En cambio, disimula ante los poderosos responsables del sufrimiento de gran parte de la humanidad. Públicamente, la jerarquía condena las guerras y las injusticias pero elige el sesgo diplomático ante los que las provocan, y reprime toda injerencia frontal del creyente, aunque este combata pacíficamente con rigor y eficacia las prácticas políticas perversas de los amos del mundo. Aún más, es sentenciada como una actividad ideológica, reduciendo la solución de los problemas a los casos singulares mediante la caridad cristiana que, siendo necesaria, no resuelve las perennes situaciones de injusticia (millones de refugiados y enfermos abandonados a su suerte, hambrunas sin esperanza, víctimas inocentes de guerras impías, prisioneros maltratados sin garantías judiciales, explotación de mujeres y niños…) padecidas impunemente bajo gobiernos tiranos consentidos con la complicidad de todos. No estamos pensando en ninguna revolución marxista con intención jacobina, sino que conviene recordar que el cristiano también tiene asignada una misión subversiva del “orden” injusto cuando se les promete que serán “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia”.


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La doctrina actual de la Iglesia propone una vía singular: “En la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados…” (Encíclica Deus caritas est). Esta “caridad cristiana” es imprescindible para la “salvación”, para justificar de forma individual el cumplimiento del mandato “Amarás al prójimo como a ti mismo”, pero esta forma singular de amarlo, al ser sólo el principio del camino correcto, no tiene capacidad para mitigar el sufrimiento de millones de desgraciados, porque se encuentran asfixiados por las injusticias sociales que provoca la estructura de dominio. El verdadero amor es el que asume, llegado el caso, el riesgo de arrancar a las víctimas de manos de sus verdugos. –“libera al pobre, al oprimido”, así comienza el programa ético del Parlamento de las Religiones–. Al que arrojan a un pozo no sólo se le da alimento para que sobreviva, hay que agotarse en el esfuerzo por sacarlo. Jesús condenó valientemente señalando con el dedo a los hipócritas fariseos (“sepulcros blanqueados”), a los injustos, a los tiranos causantes de los males de su tiempo, hasta dar su vida en ese compromiso. ¿Sirven de mayor argumento estas palabras contundentes y nada diplomáticas contra los dirigentes y sacerdotes transgresores de Israel?: “Sus príncipes son como lobos, que despedazan la presa, derramando sangre, destruyendo almas, para dar pábulo a su avaricia” (Ezequiel, 22). La palabra de los profetas de ahora también se atreve a amonestar a los hipócritas, no a la hipocresía. Amonestar conceptos es perseguir fantasmas.
La sencillez evangélica del Papa Juan en los años sesenta ilusionó a toda la humanidad sin distinción de creencias; la misma que ahora ha perdido esa guía humilde hacia la concordia entre los diferentes. De nuevo el espíritu, que no la sabiduría teológica, parece estar menos presente en la cúpula vaticana que en el corazón de los fieles que militan incondicionalmente en los recintos del sufrimiento, lo que ha provocado dos formas de entender la vida cristiana: una poderosa, doctrinal, retórica y propagandista que capta fieles incondicionales –y añado que la mayoría de ellos se ven sinceros, alegres, bondadosos y opuestos a los papistas fanáticos– y otra, menos festiva, realmente humilde que tiende su mano amorosa a los miserables de este mundo e incluso se arriesga a señalar con el dedo como Jesús.


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Roma en sus relaciones diplomáticas internacionales funciona como un estado: ¿no es eso una forma de perversión de la vida cristiana o por lo menos un anacronismo? La corte jerárquica romana padece, por inercia histórica, cierta esquizofrenia: un modelo en la vida pública de poder mundano positivista, que quiere hacer compatible con el humilde mensaje evangélico. No es necesario ser un experto exegeta para comprender que la identificación con los humildes que se anuncia en los textos novotestamentarios no tiene nada que ver con el poder que ha ido acumulando a lo largo de los siglos la alta jerarquía eclesiástica hasta convertir al papa en un Jefe de Estado –por cierto, menuda bronca recibió monseñor Cardenal por formar parte del gobierno de Nicaragua–. ¿Qué sentido tiene, ante este ejemplo, quejarse del relativismo en el mundo de hoy? ¿Cuánto hay que esperar para ver disuelto el Estado Vaticano? La autoridad del espíritu se asienta en el testimonio del amor, no en el poder. Seguro que no saltarían las costuras de la Iglesia, sería todo un ejemplo de autenticidad espiritual y estimularía aún más el amor que ponen los creyentes en su labor humanitaria, a los que tanto respeto y, me gusta decirlo, admiro. Asumo que Dios sea amor vivido, pero no amor pregonado, que “no todo el que dice ¡Señor! ¡Señor! entrará en el reino de los cielos”.
Un papa intelectual es una gran cosa, pero su grandeza debería ir por otros caminos. Si nos atenemos a la etimología, pontífice significa constructor de puentes. Si lo tomamos en sentido figurado, el pontífice, el papa, es el que busca puentes de concordia entre las distintas creencias. La historia no da buenas lecciones. “Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra”. Al no estar libre de culpa, lo correcto es presentarse ante la humanidad con “corazón contrito”, retractándose de la histórica justificación de la guerra santa o de la persecución inquisitorial para convertir a los descarriados, e inmediatamente después invitar a los musulmanes a que hicieran lo mismo con sus métodos violentos, con el fin de iniciar una nueva era en la que el angelus novus vea desaparecer tanta ruina. Una cita poco afortunada sobre el pasado violento de los musulmanes sembró demasiada confusión y, por desgracia, reavivó el fanatismo. El que sea esperanzador que, tras lamentar las consecuencias de un malentendido, el pontífice busque una sincera concordia, no me cura el sentir nostalgia del papa Juan. El inminente viaje de Benedicto XVI a Turquía abre un interrogante sobre su influencia en las relaciones con el mundo musulmán en un país con vocación europeísta, que puede actuar de pasarela para los flujos de la concordia entre Oriente y Occidente. Ojalá que no se trate sólo de un gesto para volver al enrocamiento.


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Nadie que esté mínimamente beneficiándose de los logros del progreso podrá pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. A pesar de tanta frustración, estimamos positivamente lo conseguido hasta ahora. ¿El trigo es más abundante que la cizaña? En todo caso hay que distribuirlo mejor sin destrozar el sembrado; ahí está el reto y esa tiene que ser nuestra esperanza.
¿Qué destacaríamos de la prosperidad moderna que anuncie la posibilidad de conseguir un mundo más humano, con menos sufrimiento? ¿La declaración de los derechos humanos? ¿Los avances de la Medicina? ¿El arte y la tecnología? ¿Los inventos al alcance de muchos?: Deseamos que la Ética llegue a ser reconocida algún día como la maestra y madre de la vida: que no frene los avances de la ciencia sino que los estimule en beneficio de todos.
Recordemos que todos los saberes han ido naciendo estrechamente relacionados entre sí como resultado de un largo proceso histórico en el que la moral, casi siempre en papel de censora, no ha estado del todo ausente: el pensamiento mítico, la teología, la filosofía, la física y el desarrollo sucesivo de todas las demás ciencias no son sino el producto de la proyección del pensamiento sobre la realidad y de la crítica sobre la apariencia. Pero nada se hubiera conseguido sin los recursos y su ciencia, la economía, hija pródiga de la ciencia del cuánto, del dónde y del cuándo: la matemática –de algún modo el alma mater de la realidad científica–.
La ética va desarrollando su papel de control moral de la aplicación de la ciencia, pero es menos vigilante en cuanto a la universalidad de los beneficiarios –es el síntoma claro de su manipulación desde el poder–. Actúa más como censora que como distribuidora. La moral religiosa oficial suele defender con más intransigencia la vida como absoluto que como ultrajado patrimonio del hambriento, del enfermo, del masacrado o del condenado. Así la existencia se convierte en esclava de la esencia.
La vertiente útil de todas las ciencias produce y precisa un instrumento que las hace progresar: la tecnología. Los límites de la experiencia científica están vinculados al propio instrumental técnico de que se dota la misma ciencia en todos los ámbitos de la investigación, en lo indescriptiblemente pequeño y en lo inconmensurablemente grande. Sin instrumentos de una precisión funcional casi milagrosa, o capaces de realizar observaciones y mediciones de realidades nanométricas, no hubiera sido posible desarrollar teorías como la de la mecánica cuántica; ni se hubiera conocido el mapa del genoma humano; ni sería posible la investigación biogenética, ni podrían realizarse intervenciones en microcirugía; sería impensable la medición de la actividad neuronal; la microelectrónica no hubiera facilitado el camino a la informática, ni esta hubiera abierto la enorme puerta del cálculo a velocidades impensables, ni a las telecomunicaciones casi instantáneas, ni a la aventura espacial… A su vez, la investigación del espacio no hubiera tenido lugar sin los potentes instrumentos ópticos, radioscópicos, espectroscópicos, capaces de detectar cuerpos o fenómenos en el Universo a miles de millones de años luz de la Tierra, o que permiten lanzar teorías como la de la relatividad, o incluso la de comenzar a dudar, tras conseguir estudiar el espectro de cuásares distantes unos doce mil millones de años luz, sobre el carácter invariable de la “constante µ que, como sostienen algunos científicos, sustenta las teorías fundamentales del origen del Universo. A pesar de que el desarrollo del conocimiento ya produce vértigo, lo cierto es que se dice estar en el umbral de increíbles posibilidades hacia el futuro.


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Todos estos avances científicos y técnicos vienen finalmente a influir en nuestras vidas, sobre todo a partir de las últimas décadas, de la manera que ya conocemos: medios de comunicación, instrumentos de información, medios de transporte, servicios sanitarios y sociales en general, espectáculos, ocio y entretenimiento, vestidos y alimentación, electrodomésticos, y una corte interminable de artículos de consumo en una amplia gama de mayor o menor utilidad. Y a nuestro cerebro le ha salido un competidor capaz de contener y suministrar información que tiende a desarrollarse de forma casi ilimitada: Internet. Una ósmosis mental está teniendo lugar entre lo real y lo virtual que hace creíble atravesar el espejo de Alicia, mientras seamos capaces de encontrar al otro lado las salidas reales. Junto con la televisión y los móviles, se está constituyendo como el más portentoso paridor de “memes”. Esta trinidad puede que acabe siendo, tras el dinero, otro dios de la posmodernidad que nos hará presumir de ubicuos pero, irremediablemente controlados. ¿Estará a nuestro servicio o será la batuta de nuestras vidas en el futuro? No quisiera sentirme como Winston Smith en 1984.

Tanta abundancia de medios tecnológicos, que sin duda supone una oportunidad para aumentar la calidad de vida de la humanidad, no ha resuelto sus consecuencias negativas –y tampoco queremos dejar de recordarlo, porque nos hace demasiado vulnerables–, veamos, maestros:
· La carencia de lo más básico para vivir de gran parte de la humanidad que no disfruta de los beneficios del progreso pero sí padece las consecuencias de los desastres que provoca.
· La explotación de las limitadas reservas de materias primas y de energía; la contaminante actividad de los centros de producción, del transporte para la distribución y las necesarias redes de comunicaciones que, paradójicamente, nos bloquean los accesos a los caminantes a lo que queda de los espacios naturales y distorsionan los flujos del agua y la fauna hiriendo el paisaje con cicatrices y llagas que supuran humo, ruido y tragedias; más la acumulación de residuos que no hay mago que los haga desaparecer. Todo esto sumado provoca un impacto medioambiental de tal envergadura que ya está produciendo múltiples efectos graves sobre el planeta, que pueden llegar a ser irreversibles. Ejemplos de ello son el “efecto invernadero” que trastorna la dinámica climática global, acelerando la desertización y el deshielo; la destrucción –¿algo atenuada ahora? – de la capa de ozono; la incorporación de partículas, que además de ser nocivas para los seres vivos en general, ocasiona mayor opacidad a la atmósfera con la grave repercusión en los microorganismos marinos que protagonizan el mayor porcentaje de la fotosíntesis y son además el soporte de la cadena trófica de todo el planeta; el desequilibrio importante en la biosfera, por la quema y tala masiva de bosques; la alteración del hábitat marino por sobreexplotación y vertidos tóxicos; el efecto en cadena sobre la flora y la fauna terrestre, como es la extinción acelerada de especies o la desaparición de la biodiversidad por la migración forzada de especies facilitada por la omnipresencia del hombre que introduce insensatamente especies invasoras.


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· La compulsiva dinámica consumista del mundo desarrollado lleva a una cultura de lo superfluo y del derroche, embobado por la publicidad engañosa o sugestiva que elaboran las firmas o marcas multinacionales, en sus formas más sofisticadas a través de las llamadas “agencias de estilo”, imponiendo modas y modos de vida, rompiendo a veces todas las reglas del buen gusto, bajo la etiqueta de lo moderno y de la marca y con el sello de lo efímero. Esto nos dice Bruckner: “El consumismo conlleva incluso la prohibición generalizada de conservar las cosas durante mucho tiempo”. Rige el principio de “esto ya no se lleva” y pocos se sustraen a este paradigma del consumo del “usar y tirar” –¡qué perfecta escuela tienen las infancias para este consumismo compulsivo en los bazares de las baratijas!– que agota las materias primas y acelera la acumulación de desechos. La adulteración de los alimentos está trastornando la salud por el cambio de los hábitos, los efectos nocivos de los aditivos que resaltan la cualidad sobre la calidad, la contaminación química de los cultivos y la incertidumbre que añaden los productos transgénicos. Las grandes ciudades atraen a gentes de todos los lugares al aroma engañoso de los santuarios del consumo de la vida moderna y crecen las megápolis al mismo ritmo que los políticos corruptos y los especuladores, que depredan con relativa impunidad el campo, el litoral y la legalidad. La escasez de agua para el consumo humano y su inasumible despilfarro está llegando a límites dramáticos. El capítulo cruel del tráfico de seres humanos, la pederastia, la trata de blancas o la droga nos llevaría más lejos en este sencillo análisis de la adicción al consumo en el mundo mercantilista posmoderno.
· El irrenunciable negocio de la industria armamentística, con su fama vil de “motor del progreso”, recibe una dotación económica notable en los presupuestos nacionales porque, aunque la investigación en tecnología de la guerra propicia avances científicos, por encima de todo es una industria bastante rentable que necesita mantener el mercado garantizado, además se justifica su desarrollo considerando su posesión como un medio disuasorio y por lo tanto mantenedor de la paz, persistiendo aquel viejo principio de si vis pacem para bellum –que Machado transforma en “si quieres paz, prepárate para vivir en paz con todo el mundo” –. Del comercio de armas y de sus pingües beneficios no se habla, una política opaca lo impide. Los países más pobres se arman de forma  desproporcionada para mantener su capacidad represiva, sin importarles nada las miserias que padecen sus poblaciones. El armamento moderno fabricado por los países más desarrollados, eludiendo las normativas o aprovechando las lagunas legales, también cae en manos de países responsables de violar los derechos humanos, de mafias o de guerrilleros sanguinarios y de terroristas. ¿Por qué nadie se atreve a definir el terrorismo, que como tal debe ser erradicado? Entonces, ¿cómo es posible hacer listas de organizaciones terroristas? ¿Quién ha impuesto el “derecho de injerencia” atropellando el derecho internacional? ¿Quién decide que un país es un “estado delincuente”? ¿Quién señala los estados que pertenecen al “eje del mal”? Se da una cínica manipulación ante la mirada impotente de la ONU y lo que en el otro es rebeldía, se tilda de terror, y viceversa; las víctimas no son víctimas cuando son los otros los que mueren o son torturados. ¿Qué diferencia hay en su grado de perversión entre el que mata indiscriminadamente a inocentes por fanatismo y el que inicia un “carrusel de muerte” provocando entre la población civil innumerables víctimas “colaterales” por intereses económicos, estratégicos o políticos? Los estados hegemónicos siempre hacen guerras justas hasta con armas prohibidas por las convenciones internacionales, y jamás practican el terrorismo de estado, pero nadie duda que sobre el mar de sangre y lágrimas derramadas en todas las guerras siempre flotan grandes fortunas. La paz sería la ruina de muchos. Y tristemente, Occidente sigue planteándose si el progreso hubiera sido posible sin el previo desarrollo de la tecnología de la muerte.


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· La evidencia de que existe un poderoso mundo oscuro, el reino de la ilegalidad, de carácter global, como un oculto imperio de las “cloacas”, vinculado al mundo de la riqueza y el poder a través de los secretos pasadizos de las diversas formas de delincuencia y corrupción. Sobre estas arenas movedizas viven los ciudadanos y los responsables públicos honrados que, defendiendo la amenazada legalidad, tratan de evitar el caos social.
· La “hermana enferma de las ciencias”, la Educación se presenta acomplejada ante este juego de la ilegalidad, del dominio, de lo útil, de la notoriedad y de la fama con personajes que se nos cuelan en nuestras casas, que “nos reeducan” a los adultos y maleducan a las infancias. No es fácil desviarse de estos deslumbrantes “modelos” de vida que nos entran por la “tele”, ventana de la información, del conocimiento y del ocio pero, al mismo tiempo, sutil “caja de Pandora” –P. Bourdier opina: “La televisión es un universo en el que se tiene la impresión de que los agentes sociales, por más que aparenten importancia, libertad, autonomía, e incluso a veces gocen de un aura extraordinaria (basta con leer las revistas de televisión), son títeres de unas exigencias que hay que describir, de una estructura que hay que liberar de su ganga y sacar a la luz”-; sutilezas que el consumidor de televisión no capta pero que incorpora a su mentalidad y adicciones. Al mismo tiempo, es frecuente ver a través de la televisión que todo el mundo reclama del hada madrina que arregle cada mal: educación contra la violencia, contra los abusos, contra el incivismo, contra los accidentes, contra los incendios, contra la intolerancia… Y ese tratamiento no debería ser equivocado, pero es inoperativo porque la propia educación, como veremos, necesita una terapia a fondo.


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METAMORFOSIS O CAOS

La mentalidad moderna ha venido potenciando un auge progresivo de la euforia y el convencimiento de la capacidad casi ilimitada de la inteligencia humana para transformar el mundo. Pero al mismo tiempo ha ido surgiendo de forma cada vez más consciente la evidencia de que no lo estamos haciendo bien. El progreso, que debería ser para mejorar, está mostrando con insistencia –como acabamos de ver– sus indeseables aspectos negativos. La modernidad está perdiendo su carácter de época segura, de alumbramiento de un futuro de prosperidad sin límite y está dando paso a un tiempo de incertidumbre porque se ha construido por una parte de la humanidad marginando al resto y con unas consecuencias destructivas muy graves. La mala conciencia que esto genera empuja a muchas personas hacia la necesidad de buscar un cambio sustancial de las conductas erróneas. El problema radica en que ese cambio, en beneficio de los desposeídos y haciendo sostenible el desarrollo, es imposible sin renunciar a parte de las rentas del progreso material de los poderosos del mundo. La renuncia a la acumulación de bienes y al derroche hoy parece impensable. La sensación de miseria que emana de la prosperidad se agrava y se manifiesta en toda actividad política, social y cultural, configurando el carácter de la nueva y contaminante mentalidad de Occidente, presa de una adicción desaforada a enriquecerse. Occidente dejó hace tiempo de ser sinónimo de poniente, se ha convertido en el nuevo “El Dorado” para el resto de la humanidad. Acaso se pueda pensar que el poder creativo de los tiempos modernos esté siendo superado por una nueva era del conocimiento de la humanidad, aún más creativa, a la que se viene denominando desde la centuria anterior “postmodernismo”. Esta interpretación ha podido llevar a cometer un error histórico de análisis al atribuir a la modernidad sólo un valor positivo. La dinámica del progreso del mundo actual es en parte errática, porque se basa en la codicia y el agotamiento de los recursos. Supone un nuevo estilo materialista de concebir el mundo que engulle cualquier modo tradicional de cultura y lo regurgita en forma de dinero y artificio. Esta encrucijada histórica constituye el vórtice de lo que confusamente se llama posmodernidad.
El pensamiento racional, encamado con el surrealismo, desbordados ambos por sus progenies, otros “ismos”, los “pos” y todas sus parentelas a lo largo de más de una centuria, han caído en la gran coctelera del mundo para ser bebidos a grandes sorbos en el gran festín en el que se ha convertido la vida en los últimos decenios. ¿Podríamos llamar Posmodernidad a este estado de embriaguez? ¿Es lo que nos impide ver claro si hemos llegado a una situación de estancamiento después de un largo período creativo o, por el contrario, nos encontramos en un momento en el que nos planteamos los pasos erróneos que ha dado la humanidad hasta ahora? ¿Se trata de una crisis de disolución o de una crisis de transformación? Ahí está el dilema: ¿dejar de ser o empezar a ser?
Las decisiones erróneas de la cultura, la política o la economía, al rozar los límites del tiempo, pueden agravar el tufo de lo postrimero. Parece “razonable” atender a los miedos del “inconsciente” y considerar el impreciso fenómeno de la posmodernidad como un período crítico protoirreversible de nuestra historia que exige una metamorfosis del modo de vida de toda la humanidad para eludir el caos, si es que valoramos de modo positivo la continuidad de los humanos en la Tierra. La construcción del cambio precisa un sólido apoyo en tres pilares: Ética, Educación y Voluntad colectiva. Las infancias recogerían su fruto.


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La Ética sigue siendo víctima de su propia fragilidad por causa del carácter cultural positivista de la moral que no consigue vincularse de manera natural, necesaria e inmutable a la esencia de la persona humana. Está enredada en su relativismo individual y social, tanto sincrónico como diacrónico. Ni las diferentes culturas y creencias, ni la evolución de las costumbres a lo largo del tiempo facilitan la fijación de unos principios morales de valor absoluto y universal: lo que en una cultura es considerado moralmente correcto, en otras puede que no lo sea; lo que antaño era valorado moralmente como bueno, a lo largo del tiempo ha podido perder esa valoración. Pese a que existen fundamentos morales comunes y una tendencia en el ser humano a buscar la integración en el grupo aceptando sus normas, la realidad determina una serie de distorsiones de las conductas, más acentuadas en la compleja sociedad actual, debido a que ciertas actitudes personales tienden a vulnerar impunemente las normas y valores en determinadas situaciones, haciendo difícil sancionar una conducta concreta de la experiencia social mediante la aplicación de una tabla de valores abstractos de validez absoluta. Cuanto más absoluto creemos un valor, más nos cuesta penetrar en su contenido –sin la experiencia previa, estamos ante la vacuidad de un juicio sintético a priori. La consecuencia de esto, aunque no estemos ante una verdadera aporía, es el predominio de conductas que abusan de esta intangibilidad de la norma ética –no tanto de la ley– para consolidar su dominio sobre los demás.
Pensemos en el drama individual que cada cual afronta en la convivencia, ya que se da la inecuación dominante/dominado (D¹d). Lo hemos argumentado ya, como todos los seres vivos, los humanos buscan la estabilidad dominando el medio. El medio cultural, al contrario de lo que ocurre en los grupos gregarios, está formado por individuos que contraponen sus intereses, por lo que cada miembro es actor/competidor que participa con mayor o menor acierto en las tareas del grupo, pero que también trata de disfrutar al máximo de los beneficios del esfuerzo colectivo. En la medida en que intervienen factores individuales de afirmación por perseverar unos ante otros, como la fuerza, la inteligencia, la agresividad, etcétera, la deseable igualdad entre los miembros del grupo no se logra y se impone –incluso con el respeto a la legalidad– la estructura de dominio. El grupo se encuentra a merced del “superhombre nietzscheano”. La reacción para compensar la desigualdad sólo tendrá éxito con el esfuerzo de la colectividad para controlar los privilegios “legales” del o de los miembros dominantes mediante la amenaza de convertirlos en dominados, si no cumplen las reglas del juego que exige el bien común. Esa experiencia introdujo en el grupo desde los primeros tiempos cierta costumbre (more maiorum) o moral que trata de estabilizar la convivencia. Esto no va a impedir que se instituya la figura D del macho, bien por la vía chamánica –germen del poder religioso– o bélica –que prima el poder militar y político–. A partir de ahí hasta hoy, se han diversificado las formas de adquirir privilegios para dominar a los demás, pero finalmente adquiriendo el principal instrumento de dominio que es la posesión de los recursos, el poder económico, talismán de todos los poderes. Así, la norma siempre juega a favor de D. El poder exige para mantenerse derrochar una gran energía represiva y violenta contra los oprimidos y sojuzgados, por lo que el estado de vigilancia y amenaza bélica es constante. La unión subversiva de todos tratará de lograr, mediante revoluciones o reformas, una situación de igualdad materializada en leyes más justas, sometidas a continua fiscalización, y la búsqueda de fórmulas que consoliden socialmente el normal cumplimiento de los principios morales. Este proceso, históricamente repetido, en la práctica se ha ido defraudando constantemente, lo que no quiere decir que el progreso en la reestructuración social no haya sido notable.


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El derecho y la educación, con todos sus defectos, suponen una importante garantía para la convivencia. En el trato común, aunque siempre suele prevalecer un sujeto sobre otros por su condición social, carácter o apariencia, la buena educación tendería a buscar el equilibrio en la convivencia, pero en otros casos, las situaciones se saldarán sólo con cortesía o con algún mecanismo de adaptación, o tal vez con un tipo de parasitismo servil o lo que sería más grave, con una situación de acoso y exposición a cualquier forma de abuso o maltrato en el ámbito familiar, escolar, laboral o social más amplio, condicionada por factores sicológicos o la ausencia de valores éticos de los individuos, convirtiendo el acto inmoral en delictivo.
En las relaciones personales familiares, como ocurre por ejemplo con las parejas, esta relación de dominio, si el supuesto D no ha interiorizado los principios éticos de igualdad en derechos y de obligado respeto mutuo, puede alcanzar la máxima gravedad y, por razones obvias, quedar impune. El drama que padece d puede aflorar, como desgraciadamente ocurre, cuando ya sobreviene la tragedia. La ley puede llegar a proteger pero no cambia las actitudes ni hace desaparecer todos los riesgos. Del mismo modo, un “macho rechazado”, si no respeta los sentimientos ni la decisión tomada por la persona pretendida, si dominan sus actitudes machistas, aunque no se muestre inicialmente violento, puede desencadenar una estrategia de acoso progresivo, para satisfacer sus pretensiones de modo similar al que nos relata Nora Rodríguez que utiliza el acosador moral. Comienza por estudiar astutamente a la víctima, detectando con gran precisión sus inseguridades y lanza sus primeras tentativas. Mientras lo hace, se muestra como una persona encantadora, amable, inofensiva, desgraciada. Intenta que la víctima se sienta causante de su malestar, sin responsabilizarla de forma directa. Así capta a la víctima, la confunde y la atrae a su juego. El acosador provoca el sentimiento de que lo que importa es su problema, haciendo que la víctima se desentienda de su propio sufrimiento anulando su autoestima al tiempo que sólo se “complace” atendiendo las demandas del acosador. Si este no está seguro, empezará el proceso de pequeñas conquistas sutiles que la víctima no es capaz de valorar negativamente. Sin perder la “amabilidad” pedirá disculpas ante los errores con argumentos de “buena” intención y de “nobles” sentimientos hacia la víctima. Este juego de atrevimientos y arrepentimientos va mermando la capacidad de resistencia de la víctima hasta que su voluntad queda en manos del acosador. A partir de este momento la víctima, atrapada, empieza a sufrir un proceso de estigmatización que la hará sentirse culpable de cuanto le ocurre y será vista por los demás como causante de su propia desgracia, porque el acosador, con su actitud engañosa, se muestra inocente. Que las personas más vulnerables conozcan estos juegos crueles podría ayudarles a salir de la trampa en la fase inicial o a buscar de inmediato el apoyo que necesiten, porque si por miedo se consolida el compromiso, el drama está servido y, si se fuerza la ulterior separación, la situación podría parecerse a lo que nos describe M.F. Irigoyen: “Con las separaciones, el movimiento perverso, hasta entonces subyacente, se acentúa, y la violencia solapada se desencadena, pues el perverso narcisista percibe que su presa se le escapa”. Estamos ante, no sólo ausencia de valores, sino ante conductas antisociales estimuladas por una educación machista y violenta.


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El conseguir un código de normas que respeten los derechos de los demás, tratando de compensar la desigualdad en la inecuación de dominio, ha sido un empeño histórico que se ha ido materializando en las progresivas leyes civiles. Pero, G. Lipovetsky nos indica que “Es preciso que la ética se encarne en las leyes y las instituciones si nos proponemos combatir el mal y la injusticia”. Advierte con claridad que el campo de la ética afecta, no sólo al cumplimiento de las leyes civiles, sino a la asimilación de unos principios morales que permitan configurar una concepción del mundo basada en la paz entre los humanos tendiendo a adquirir una vitalidad bondadosa que contenga, reprima y encauce la propia naturaleza depredadora que nos constituye. Como la necesaria socialización va contra naturaleza, el proceso delicado de la adaptación del sujeto al medio social ha de acertar con la forma de educación racionalizada y, en su caso, con la prevención en edades tempranas, lo que ayudará a corregir en la medida de lo posible los desequilibrios de la personalidad que puedan trastornar la relación de los individuos con el medio social en el que ineludiblemente viven.
En general, las religiones sustentan la conducta personal en la creencia en valores absolutos, pero, al margen de cualquier controversia teológica, la experiencia vuelve a decir que, descartando una aplicación mecanicista de los preceptos morales que anularían la libertad de conciencia individual y llevarían al autoritarismo o al fanatismo, medir el ser de la acción con el deber ser de la norma presenta además a posteriori la dificultad de interpretar la intencionalidad, con la traba añadida de la subjetividad del evaluador, que necesariamente actúa como parte en el marco de la convivencia y convierte al sujeto en objeto. Así, puede darse el caso de que el consecuente sentimiento de culpa relacionado con la propia norma y no con la intencionalidad pueda generar trastornos sicológicos derivados de la mala conciencia perturbando la relación del sujeto. Junto a esto, abunda la conciencia laxa que se escuda en la justificación circunstancial, tribal o personal, es decir en un código o moral particular que relativiza la conducta, o soslaya el precepto o, en todo caso, salda la culpa con un arrepentimiento ritual, que no resuelve los conflictos de la relación social. El máximo valor que para un cristiano podría ser el amor al prójimo no se testimonia con la misma fe y el mismo sacrificio disfrutando de las riquezas que cooperando en medio de la miseria de un poblado africano, siguiendo a Jesús como modelo. Es un caso palpable de moral relativa en el que el “valor absoluto” resulta vivencialmente vulnerado.
La búsqueda de una ética racional no presenta menos dificultades porque se impone obtener la certeza por la vía de la experiencia. Como lo que buscamos es un patrón de conducta, por su propio sentido ha de estar disponible previamente, válido a priori, lo que puede entrar en contradicción con la valoración que merezca una conducta en unas determinadas circunstancias ulteriores incluida la intencionalidad del sujeto, que es lo que finalmente nos aportaría el dato para la interpretación y valoración de los comportamientos, y que difícilmente podría ser objetivo. Un presunto damnificado por la acción de un sujeto, sin intención de dolo, ha de compartir la idea de la relatividad de la acción y por lo tanto de la norma, independientemente de la compensación justa que merezca la acción, para que se dé una convivencia pacífica. La frecuente ruptura de este consenso ocasiona conflictos por la ausencia de voluntad de asumir los principios éticos contrastados por la experiencia con las diferentes subjetividades.


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Con lo expuesto podemos entender cómo la ética es por su propia naturaleza, además de relativa, vulnerable al error, a la manipulación y a la falsedad ya que la mentira actúa como una forma evolucionada de camuflaje para sobrevivir en el medio social. Sabemos que hay comportamientos que valoramos como éticos y otros que sin serlo se revisten de retórica y “pasan” como correctos, son actos hipócritas. ¿Hay en la experiencia común de las religiones y de las culturas algún principio inequívoco que sirva de piedra angular para distinguir la acción buena de la mala? Puede que sí. Pero, ¿se podrá hacer coincidir la valoración subjetiva de un principio moral a priori con el compromiso incondicional de su cumplimiento y validación objetiva posterior? Si el compromiso no es firme y sincero, no, porque la conducta depende del carácter particular de cada individuo y de su proceso formativo personal al actuar ante la exigencia de satisfacer sus intereses en un contexto cultural y coyuntural determinado. Sería objetivamente previsible una buena conducta si el sujeto dispusiera de lo que ya hemos denominado vitalidad bondadosa que asumiera íntimamente los principios éticos comunes como valores necesarios para la convivencia. Un paquete de preceptos morales de obligación o prohibición puede pautar las conductas, pero no garantizar el cambio profundo de las actitudes.
Pero nos hemos hecho una pregunta: ¿existe ese principio ético común? Como veremos, tiene que ver con el amor a sí mismo, con la necesidad de ser respetado por los demás. Nos serviremos de lo que nos enseña Hans Küng. El teólogo disidente –¿o los disidentes son los otros? – selecciona un principio ético que considera común a varios credos:
“Todo lo que queréis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros también a ellos” (Mateo). “Lo que no desees para ti no se lo hagas a los demás” (Confucio). “¿Cómo puedo hacer a otro algo que no deben hacerme a mí?” (Budismo). “Desea para los hombres lo que deseas para ti mismo, así serás musulmán” (Mahoma). En una línea similar, Vivekananda pregona desde el hinduismo: “Nosotros no sólo creemos en la tolerancia universal, sino que pensamos que todas las religiones son verdaderas” –buena lección de tolerancia desde el relativismo–. Séneca nos sentencia: “Debes vivir para el otro si quieres vivir para ti”. Y Gandhi propaga este hermoso principio: “El Ganges de los derechos nace en el Himalaya de los deberes”.


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Como vemos, existe un principio ético común que consiste en el respeto al otro para ser respetado. Sus raíces son ancestrales y se transmite en la tradición convirtiéndose en un principio espiritual que podemos considerar universal. De igual modo podríamos llegar a crear una tabla de valores que en su momento procedían de un tanteo –a priori que la experiencia haya demostrado su validez social a posteriori. Es decir, en el medio social se sigue cumpliendo el principio biológico de que la función hace, en este caso, la norma. Es en el devenir del largo proceso de la convivencia donde se van perfeccionando las reglas del juego social sin que, a pesar de todo, se consiga erradicar las situaciones de escamoteo y de privilegio que parasitan la norma. Atendamos a lo que acota Nietzsche: “No hagas a otro el mal que te pueda devolver”. Al invertir los términos, de una posibilidad inmoral nace una norma práctica que pierde su valor como fundamento universal y gana utilidad como principio casual que no se aplicaría si se prevé que no se va a devolver mal por mal. La tan frecuente falsa moral sigue este camino. Pero, además de esta dificultad, ni siquiera estaremos seguros de que lo que uno considera valioso para sí sea considerado valioso para sí por el otro: el valor, para mayor desorientación, también es relativo, porque no obedece a una estimación universal sino que está determinado por la apreciación nacida de la experiencia del sujeto en relación con los objetos y por la posibilidad de falseamiento.
Visto lo visto, con un planteamiento axiológico de los principios éticos –menos elemental que el que precede–, ¿problema resuelto? Parece que no: aunque compartamos una teoría de los valores, ante cada acción se nos abre un abanico de circunstancias, por lo que la fase interpretativa adopta una estructura fractal replanteándose cada vez el valor mismo de cada valor circunstancial, lo que hace divergir los puntos de vista trabando el entendimiento recíproco. Una dificultad añadida viene del hecho de que los valores que inspiran los derechos humanos, producto de la experiencia histórica colectiva, no son compartidos en su totalidad por algunas creencias porque no han participado en esa experiencia, lo que provoca un desencuentro difícil de salvar. Así que además, y sobre todo, la subjetividad dificulta la elaboración de una teoría común de los valores que adquiera categoría universal. Esto obligaría a buscar un consenso, más o menos tácito, como resultante de la dinámica a través de un discurso comprensivo con el método compartido de la intersubjetividad.


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Todos los razonamientos que planteemos, finalmente se reducen a responder a una cuestión que nos colocaría de lleno en una alternativa relativista que fundamente el valor de los actos en su eficacia puntual: La asunción de ciertos valores comunes, ¿garantiza la convivencia pacífica y una vida personal más grata para todos?
Nadie puede negar que hay valores que son compartidos por la mayoría de las culturas de todos los tiempos: podemos concederle la categoría de valores absolutos. A pesar de todo, sospecho que, incluso si gozáramos de genes pacíficos, la diversidad de circunstancias y limitaciones de individuos, culturas, concepciones del mundo, llevarían a actuar de forma heterogénea con diversos grados de acciones contradictorias o erróneas, provocando finalmente, en el mejor de los casos, conflictos más o menos superables. Partiendo de esta conjetura hemos de tratar de conseguir un nivel aceptable de consenso en los principios morales y dotarnos de la voluntad inquebrantable de resolver los conflictos compartiendo el beneficio y las cargas de los acuerdos de forma espontánea y cordial. No se trata de conseguir elaborar una tabla de valores de obligado cumplimiento por la vía transaccional poniendo en juego lo medular de los derechos humanos, que llevaría a imponer una concepción particular del mundo históricamente superada, sino que al hacer sustancial en las relaciones humanas el deseo de ponerse en el lugar del prójimo, la aceptación de la recíproca renuncia a lo conflictivo o accesorio enriquezca la propia identidad: o sea, conseguir que el ser humano, sin discriminación alguna, goce al buscar el entendimiento con el otro, abandonando la tendencia al enfrentamiento. Sin el entrenamiento amoroso y tenaz desde las infancias en el seno de la tribu familiar y escolar, entendido como espacio de afecto y aprendizaje, no como gueto vital, el actual mundo torcido de los adultos no será de momento el mejor espejo para formar personas de paz. La educación en esto tiene mucho que aprender para que las infancias, utopía humana en marcha, empiecen a cambiarnos.

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Capítulo 09
EDUCAR PARA MEJORAR

Si complicado es buscar una Ética universal, ¿qué pensar de los criterios para educar en el mundo de hoy? ¿Preparamos individuos para que sobrevivan en este mundo competitivo y cada vez más hostil? ¿Preparamos personas capaces de cambiar este mundo hostil sin perecer en él? ¿Egoístas implacables o altruistas firmes? ¿Dejados libremente a su capricho para que la vida los eduque o guiados en los límites del mutuo respeto? ¿Domesticados con los preceptos tradicionales o sujetos libres y responsables con criterio propio? ¿Dogmáticos o críticos? ¿Sumisos o rebeldes ante los opresores? ¿Educación académica o también vital? ¿Objeto o sujeto de su educación? ¿Pedantería hisopeadota de dogmas o pedagogía creativa?
Pues bien, hay que empezar por asumir un código de conducta ética para todos los actores sin controversia. Después hay que disponer de “equipos” de docentes que vivan en todos los ámbitos la realidad de ese código sin contradicciones –esta condición esencial nos la señala como constante F. Savater: “Una de las principales tareas de la enseñanza siempre ha sido promover modelos de excelencia y pautas de reconocimiento que sirvan de apoyo a la autoestima de los individuos”–; el modelo más inmediato para el discente, además de su familia, es el docente. Hay que contar también con un apoyo técnico y administrativo que responda a las demandas de la realidad valorada con transparencia de cada situación escolar solicitadas de abajo a arriba. Y que nadie deje de aplicar de forma crítica pero comprometida la ley que define el sistema educativo. Con esto, ya podemos iniciar la difícil conquista de la utopía educativa. El resto: nada menos que el alumno con su entorno familiar y social es el que hay que cambiar individuo a individuo con la esperanza de que a la Ética se la ame y respete como a una madre. Y a ver quien le pone el cascabel al gato.
Empecemos por ser sinceros –no acuso al docente, que acaba siendo otra víctima del sistema–, la formación (no sólo metodológica en cada especialidad, sino sociológica y sicopedagógica) del profesorado sigue siendo el flanco débil de las reformas. Se puede calificar de milagroso que haya tantos profesionales voluntariosos que den la talla y generaciones de alumnos que salgan demasiado indemnes del cursus academice; sin duda, el profesorado lo logra con sobreesfuerzo personal a costa de sus recursos y su tiempo en un clima de formalismo, desánimo y laxitud generalizada. Pensar en el trabajo en equipo para conseguir unos objetivos compartidos es una quimera funestada por la endeblez democrática ante la inercia autoritaria, los intereses personales, la rutina y el cansancio; la autoevaluación en todos los niveles de responsabilidad, roza la pantomima. A pesar de las honorables excepciones reconocidas, estamos ante uno de los pilares raídos que llevan al fracaso de todos los sistemas educativos.


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Repasemos la historia y recuperemos las mejores actitudes del pasado que, desde una forzada perspectiva temporal y subjetiva, me parecen elogiables: la dignidad, la entrega, el espíritu humanista y la vocación social de lo mejor de la Institución Libre de Enseñanza, que dio a España durante tres generaciones el más brillante ramillete de hombres ilustrados, libres, tolerantes y generosos de nuestra historia. Tenemos la deuda de recuperar la memoria ya que, antes de que se consolidara la ansiada regeneración de España superando el oscurantismo secular, se la zampó de una brutal dentellada el bostezo, la tizona y el misal.
Recordemos también las leyes educativas paridas por la democracia –incluso me atrevo a incluir muchos aspectos modernos de la Ley General de Educación del tardofranquismo– y observaremos que muchos de los propósitos fundamentales de todas ellas se han convertido en agua de borrajas, no sólo por falta de financiación adecuada, sino porque, salvados los años predemocráticos de empeño por el cambio y los primeros lustros de la transición, su espíritu, su sustancia y el entusiasmo de los pioneros se han visto asfixiados por la rémora de los políticos incumplidores; la casi nula preparación ofrecida a los docentes para hacer posibles unos cambios educativos tan profundos hacia una sociedad democrática; la actitud resistente de amplios sectores de la enseñanza; el aplazamiento de las reformas a fondo de las escuelas de los profesionales del magisterio; una superficial formación permanente del profesorado, siempre con la limitación del voluntarismo; un ambiente cada vez más estresante y agresivo en el ámbito escolar; y una administración absolutamente jerarquizada de espaldas a las necesidades reales de las comunidades escolares, de sus logros y de sus fracasos permanentes. Administración que cifra sus éxitos en las inversiones y en la estadística, evaluados con una alta dosis de incienso –según una falsa proporción: a más medios, mejores rendimientos– con la complicidad –no pretendo generalizar ya que hay ejemplares minorías que son modelos a seguir– de muchos equipos directivos, convertidos en jerarquía delegada, que basan su eficacia en la avenencia con los superiores mediante un compulsivo “aquí todo va bien”, procurando silenciar las voces críticas de los disidentes, convirtiendo su deber de servicio en posición de dominio, bloqueando todos los procesos de participación democrática en el desarrollo curricular. Finalmente, los planes y los proyectos de actividades rozan lo sublime en lo formal apoyados por unas memorias que también bordean la satisfacción suprema, maquilladas con una estética impecable por medio de la informática: la varita mágica que hará el milagro de traernos la gran revolución pedagógica. Los lamentos del día a día ante la cruda realidad hablan otro idioma. Si en la escuela todo se hace bien, ¿por qué la educación, en lo fundamental, va tan mal?


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La escuela, con todo, la mayoría de las veces es una isla de buenas intenciones muy desorientada por la contaminación ambiental. Al margen de excelentes experiencias de renovación pedagógica que desarrollan equipos de docentes muy comprometidos, abundan los que, aún sin negarles su acertada didáctica que, en general, atiende la enseñanza de contenidos conceptuales, temáticos, de habilidades y destrezas –con grandes carencias en la educación en valores, principios y hábitos–, siguen teniendo como ideal educativo adoctrinar personas para que se integren en la sociedad, desoyendo que la integración en la sociedad actual ofrece engañosos caminos que conducen al éxito según los valores basados en la competitividad y la riqueza por encima de la autodisciplina, el esfuerzo personal y la solidaridad. El docente tiene que transmitir el mejor modelo ético, aunque signifique tanto como vivir y educar a contracorriente. El modo actual de educar, tanto en el hogar como en la escuela, responde a clichés textuales o audiovisuales y no insiste demasiado en dar testimonio fiel del modelo de reciprocidad en la convivencia. En el mundo de la infancia es imprescindible que se inicie a edad temprana el juego social de que en nuestros actos deben unirse en la práctica dos facetas inseparables: el deber y el derecho, esa es la garantía –como venimos repitiendo– de la libertad en el medio social en el que necesariamente transcurre nuestra existencia. Esto debe aprenderse del cabal ejemplo antecedente de los adultos pero, ya sea por prevalencia del instinto de la disciplina de dominación, por ignorancia, por rutina o por dejación –mal modelo de educación–, por ahora parece una quimera que a las infancias se les ponga más fácil amarse que armarse, con fatal incitación al destierro –forzado por los estereotipos sociales– de las buenas formas cívicas y de una sólida disciplina interior del sujeto.
Valorando las viejas reglas de cortesía de forma objetiva, tal vez seríamos capaces los adultos de eliminar aquellos rituales y roles discriminatorios, posesivos y autoritarios, pero sin despreciar la tradición familiar, escolar y social basada en el mutuo respeto, la ayuda a los débiles, el no molestar, el ser agradecidos, el reconocer los errores, el pedir disculpas, el saludar con amabilidad, el buen gusto en el hablar y en el estar y todas aquellas prácticas que se han ganado el mérito de armonizar la convivencia a lo largo de los siglos. Parece que se tiende a creer que libertad es sinónimo de tener derecho a incordiar. La rebeldía así entendida va camino de disolver lo correcto y consolidar lo erróneo. Y estas actitudes no sólo se permiten, sino que se ofrecen como modelo en la vida pública y privada de los adultos.
Convendría insistir en reflexionar sobre el escaso nivel democrático que en la práctica han conseguido los órganos de participación en los centros escolares –agravado con la ampliación de las atribuciones de la autoridad directiva–, olvidándose que para enseñar a vivir en democracia hay que aprender a vivir en democracia. Esta persistencia del autoritarismo, no sólo provoca estancamiento y renuncia a perfeccionar la dinámica participativa, sino que “impone” la estructura jerárquica de dominio y propicia la situación de acoso que a veces padecen los docentes más capaces y sensibles cuando tropiezan con la incompetencia o la prepotencia de dirigentes con vocación autoritaria, arropados a menudo por una “corte” servil. Iñaki Piñuel lo pinta así: “El mediocre inoperante activo, ante su incapacidad o impotencia para desempeñar adecuadamente el trabajo, impide que otros que sí lo pueden desempeñar lo hagan, desatando contra ellos toda un persecución”. La relativa frecuencia de estos casos no es ninguna broma porque se basa en experiencias conocidas –rerum vox– muy dramáticas. Otra olla a presión que algún día estallará ante los ojos incrédulos de tantos “dontancredo”. ¿Les suena esta frase?: “Es un hecho aislado”. Aunque admito que lo que ven dos ojos y oyen dos oídos no puede elevarse a la categoría de realidad científica, predicho queda, que no toda la verdad se refleja en las estadísticas.


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Ahora entremos de lleno en el protagonista necesario de la educación: la infancia. El neonato es el sujeto de su propio aprendizaje. ¿Aceptamos este punto de partida? Cada instante supone un paso más que el bebé da hacia su madurez sicofísica. Las actuaciones externas de criar, proteger y educar es un continuo progresivo como respuesta a la natural dependencia, que debe decrecer a medida que el sujeto crece en autonomía y seguridad. Todo lo demás va a depender del grado de desarrollo de sus capacidades innatas por las oportunidades que le ofrezcan los modelos del entorno. Esto nos lleva a una realidad radical: la diversidad de individuos que, ante unas condiciones desfavorables, van a verse abocados a situaciones injustas de desventaja. La educación, por tanto, con su apariencia de acción escolar colectiva, puede estar soslayando su inapelable obligación de educar individuo a individuo para aprender a vivir todos con todos desde la propia comunidad familiar y escolar. El progreso aceptable de la mayoría de los alumnos esconde el fracaso dramático de la minoría, que son víctimas de determinados condicionantes individuales y ambientales. Si en la relación dual que comienza desde los primeros días de vida, entre el bebé y la persona que lo cría o trata, a través de la ternura de las caricias y de la voz, las risas, los mimos y los parloteos hay algún abandono, carencia o maltrato, se bloquea el proceso de aprendizaje amoroso de las reglas del diálogo: escuchar, preguntar, comprender, convencer, simpatizar, gozar… y, por el contrario, se irán desarrollando estrategias de inhibición, aislamiento, irresponsabilidad, rabietas, violencia, acompañadas de sentimientos de tristeza, malestar, ira... “El recién nacido responde a algunas de nuestras expresiones, las que manifiestan alegría o amenaza…”, nos señala C. Castilla del Pino. La escuela, ante esto, ha de atender con celeridad ese trauma mediante la intervención sicológica al mismo tiempo que logopédica, a tiempo parcial, en la estricta rehabilitación de la perdida o traumática relación materno filial, dual, del yo/tú afectivo, mediante el trato amistoso y la interacción con atractivos y sencillos juegos verbales relacionados con sus experiencias personales y manipulación de todo tipo de material aportado para el caso –sin la presencia, en principio, de otros compañeros que puedan cohibir al intervenido que además tiene derecho a que sus dificultades no salgan de la intimidad– hasta que se consigan garantías de éxito para una relación verbal más amplia, elimine las fobias sociales y facilite la normal socialización.
El pedagogo e investigador Lentin dice sobre esto: “…hay que saber que la aportación más real, más profunda, más eficaz y también más controlable –para no decir la única controlable–saldrá del entrenamiento basado en una situación no preparada, no prevista, fortuita, a partir de una situación de verdadero diálogo entre el adulto y el niño, entre UN adulto y UN niño”. Que en los casos de trastornos afectivos y del lenguaje prima la intervención individual sobre la de grupo lo comparten la mayoría de los investigadores –Confort nos cita algunos: Marchand, Bastoul, Stubbs y Delamont, Wilkinson, Florin y otros–.


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Un conocido caso revela que esta experiencia la estuvo aplicando con éxito una especialista con cualidades humanas muy notables hasta que incomprensiblemente fue cercenada por quejas con el argumento de que, mientras los demás compañeros estaban en clase con demasiados niños, no se podía consentir una clase con uno solo. Sin valorar los buenos resultados de las intervenciones, rechazando su informe exhaustivo sobre los fundamentos pedagógicos de la experiencia, no sólo se le retiró el apoyo, sino que la situación se fue haciendo cada vez más adversa y asfixiante hasta que finalmente le provocó un trastorno depresivo.
Al margen de la ilegalidad de estas reacciones, pocos parecen entender que si esto no se resuelve, se dará un doble fracaso, el escolar, pero sobre todo el personal, que puede tener fatal repercusión en la relación social, hundiendo al alumno en la angustia y la depresión o generando una grave conducta antisocial. Todos los esfuerzos y recursos aplicados posteriormente para intentar paliar el mal superarán con creces en sufrimiento y coste social al que sería necesario para aplicar, al dictado del currículo, una atención temprana eficaz. No existen protocolos de intervención que consideren la terapia individual como imprescindible y obligatoria en estos casos en igualdad con otros tipos de discapacidad, ni se obliga la administración a reglamentar con más respeto de los derechos individuales la grave responsabilidad que directivos, orientadores, especialistas y tutores deberían contraer sobre el futuro de estas personas. Se conculcan sistemáticamente los derechos de los niños con estos trastornos, cada vez más evidentes, no sólo en las comunidades escolares de los barrios marginales, sino en situaciones de padres separados por graves problemas de convivencia y, dentro de una aparente normalidad, por la ausencia de los padres durante la mayor parte del día con la consiguiente debilitación de los vínculos afectivos familiares. La fiscalía de menores tiene que tener su papel importante en el mencionado protocolo. Es cuestión de grados pero, el buen docente sabe detectar qué alumnos, que viven sus primeros años atrapados en un mundo de maltrato y abandono, que sufren y aprenden esos mismos comportamientos, bloquean su desarrollo cognitivo y afectivo, perturban la disciplina y crean graves problemas en la convivencia escolar liderando grupos dominantes que acosan y delinquen contra sus compañeros. La existencia de “matoncillos” con tres años no es tan infrecuente como se piensa y, salvo puntuales castigos, se hace poco o nada para prevenir sus consecuencias. No busquen más, aquí está el hilo que conduce a la raíz del problema de la convivencia y nos acerca a su solución. Si conseguimos aliviar las causas del estancamiento en que se encuentra la educación de los sentimientos y de los valores, el resto de los contenidos mejorarán sus logros con el aumento de la natural motivación por aprender. Hay abundante literatura pedagógica, poco atendida en general, que respalda los puntos esenciales de este sencillo diagnóstico. La salud mental y moral, que es un derecho de cada individuo, equivale a la salud mental y moral de la sociedad. Cada vez resulta más frecuente que la sociedad agobiada reclame educación específica para cada tipo de problema: una educación a la carta. 


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La buena educación ¿no implica un desarrollo armónico de la personalidad orientado hacia la mejora de las condiciones de vida del individuo en todas las circunstancias posibles de su entorno según unos principios éticos? ¿No sería más acertado formarse un modo de vida según esos contados principios básicos (equilibrio emocional, sentido común, dignidad personal, respeto a los demás, generosidad, y poco más) y que esos principios actuaran como “células madre”, válidos para garantizar que en cualquier circunstancia de la convivencia los conflictos se resolverían de forma más amable y eficaz? Cuando se demanda educación para resolver los graves problemas de violencia, machismo, incivismo, insolidaridad… hay que tener en cuenta que para lograrlo es preciso resolver primero los desequilibrios sicológicos que bloquean cualquier proceso de aprendizaje y maduración de la personalidad que puede llevar a producir réplicas de las conductas machistas y violentas sufridas. Por lo que superar esta discapacidad no sólo debe incluirse como objetivo básico en el núcleo del currículo desde edades tempranas, sino que hay que convencerse de que, con profesionales bien preparados y socialmente comprometidos, este es el único modo de enfrentarse con mayor eficacia a los problemas de convivencia que la sociedad padece. Los proyectos para paliar la violencia en los centros no pueden tener el éxito esperado porque insisten en costosos remedios paliativos y no actúan en la raíz del problema. El papel de todos los implicados en la acción educativa ha de ofrecer el modelo de equilibrio y responsabilidad unido a la competencia pedagógica y actitud entusiasta de los docentes para dar solución a estos casos desde la más moldeable etapa infantil. Puede que en las cárceles abunden las víctimas de un sistema educativo miope que, con la intervención preventiva precoz, hubiera podido evitar que la depresión, la drogadicción o la violencia arruinaran tantas vidas. La estabilidad síquica, el equilibrio emocional y la disciplina personal de todos los miembros de la comunidad escolar son la buena tierra donde la pedagogía puede dar buenos frutos.
Por último, cuando se habla de la escasa participación de las familias, hemos de pensar que la comunidad escolar es una realidad social que está en construcción, no viene dada como un organismo que demanda el cumplimiento de unos objetivos claros porque la experiencia democrática aún es muy pobre. Con frecuencia se dice que el papel de la escuela es enseñar y el de la familia educar, pero se percibe que las familias cada vez tienen más dificultades para cumplir su función educativa, precisan una eficaz orientación para que todo el proceso formativo no se degrade aún más. Aunque resulte paradójico tener que enseñar a cumplir unos derechos, la realidad es que la pedagogía, en democracia también, hay que aplicarla con vocación de ayudar al cambio de actitud de los ciudadanos, superando cualquier tipo de suspicacias basadas en tensiones ideológicas o intenciones doctrinarias, para conseguir, no sólo que las familias no entorpezcan y respeten el derecho de sus propios hijos, sino que sean orientadas para que mejoren sus modos de educar y exijan a los docentes que se actúe con la mayor eficacia. Es habitual que las familias participen en actividades festivas que crean un buen ambiente en la relación entre padres, docentes y alumnos, pero es menos frecuente pasar a una fase didáctica más profunda y continuada. Se sabe que el mayor problema es que los padres de alumnos con graves dificultades suelen desentenderse de todo tipo de relación escolar: a ellos hay que dedicarles los mayores esfuerzos. La escuela de padres no debe basarse sólo en consejos y directrices, sino, en su caso, iniciar terapias familiares marcando pautas y normas en el seno del propio hogar con especialistas cualificados. Si, fallados todos los intentos de implicarlos, se diera un abandono manifiesto de las responsabilidades de los tutores familiares, también aquí debería intervenir con diligencia y sumo tacto la autoridad fiscal para que salvaguarde los derechos del menor. Es necesario un protocolo ya.


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En resumen, la acción educativa necesita la orientación de una ética compartida, basada en el respeto de los derechos humanos; impulsada por docentes sociales y doctos; libre de cualquier tutela de creencias personales; que beneficie a todos; y que compense las desigualdades para que las personas adquieran todas las competencias necesarias para desarrollar una vida digna y solidaria, con un espíritu conciliador que tienda a configurar un mundo más amable. Las sucesivas leyes democráticas de educación, en general, marcan fines parecidos pero, ¿disponen los docentes, los padres, los funcionarios, los políticos y los adultos más responsables de la sociedad de la clave para ese tipo de educación? Yo sólo intento indagar pistas.

Y nos topamos con esta retahíla: sin ética, no hay buena educación; sin educación, no hay civismo; sin civismo, no hay crítica; sin crítica, no hay presión social; sin presión social, no hay cambios de políticas. Y ya sabemos lo que es dejar todo en manos de dominadores faltos de ética que no moverán ni un dedo por apoyar ningún cambio. Entonces, ¿por dónde empezamos? De caminos acertados ya hay modelos, pero no suelen gustar a los poderosos.
Nos atrevemos a decir que el camino de la humanidad es el camino de búsqueda constante del lugar y el tiempo en que por fin se cumpla la utopía de vivir mejor, sin que necesariamente tenga que estar fundamentada en una doctrina teleológica. Notaremos que todo cambio viene dado por nuevas ideas que inyectan voluntad de mejorar y esperanza para seguir actuando hasta lograr que se cumplan los buenos deseos. De la cantidad de individuos que compartan una ilusión dependerá la amplitud de su cumplimiento futuro. Por tanto, la realidad social deseada no está en ninguna parte porque es una voluntad colectiva que se proyecta hacia el futuro: es una utopía. Si el que tiene poder cada vez vive mejor, no desea cambios: su utopía será que se desista de la idea del cambio. Hay que vencer esa resistencia.
Cosmogonías y religiones suelen coincidir en que, al principio de los tiempos, la humanidad vivía en estado de inocencia. La utopía primigenia, como paradigma de la felicidad, está representada en casi todas las culturas en el mito de la “Edad de oro”, de la que Hesíodo dijo que “los hombres vivían como dioses, sin penas en el corazón, alejados y liberados del trabajo y del dolor…”. Con este mito se alimenta el tópico de que “el tiempo pasado fue mejor”. Así, se desea constantemente la vuelta a la era inicial de la humanidad, a los tiempos arcádicos. Y paradójicamente, de aquí se nutre el ansia por mejorar el devenir histórico hasta recuperar el “paraíso perdido”.
La decadencia griega instó a Platón a concebir una ciudad-estado ideal con una “moderna” estructura comunitaria gobernada por sabios y virtuosos, con guerreros para proteger a unos ciudadanos que, aunque sólo obedecen, son felices. La utopía La República  pasó a ser una fundamental obra literaria, que de forma indirecta pudo marcar el camino de los gobernantes, y que influyó de forma notable en las utopías posteriores: en los padres de la Iglesia como san Agustín que con La ciudad de Dios quiere evitar la decadencia del Imperio, como intentó Platón en Grecia; o en el prestigioso Tomás Moro en su obra Utopía (ningún lugar), que introduce criterios de racionalidad en la concepción de la ciudad ideal.


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La naturaleza exuberante de las tierras americanas estimuló la imaginación al identificar el mítico El Dorado o la tierra de Jauja con la idea del paraíso, aumentando a su vez la fantasía popular a través de cuentos y leyendas. Incluso Sancho Panza se entusiasma con la promesa de gobernar la “ínsula de Barataria” –su final sarcástico es una lúcida anticipación de las obras antiutópicas–.
No deja de ser una gran utopía, en parte cumplida para los privilegiados, la fundación de las nuevas ciudades de América en aquel “paraíso”. La revolución francesa también fue la culminación del anhelo de la burguesía por alcanzar el poder político. Para la clase obrera, su paraíso no llegó. Fue el socialismo utópico el que iba a preparar el camino que conduciría al proletariado, adoctrinado con el pensamiento revolucionario marxista, al ensayo fallido de la organización comunista del estado.
La concepción cíclica de la historia en el mundo clásico fue sustituida por la creencia cristiana del tiempo lineal que recorre la humanidad hacia una meta que es el paraíso celestial. La secularización de esta idea a partir del Siglo de las Luces introdujo la convicción de que la humanidad caminaba en pos de la universalidad de la razón. La utopía que ahora urge no es tan idealista, sino que se fundamenta en la inexcusable necesidad de una prevención realista del futuro social y medioambiental que presenta sus fauces abiertas.
El pasado siglo fue rico en obras utópicas que anticipan el resultado indeseable del desarrollo ilimitado de la sociedad tecnificada controlada por el estado (Un mundo feliz, de Huxley o 1984, de Orwell), o anuncian el fracaso del estado nacido de la dictadura del proletariado que sólo consigue que el despótico poder corrupto –siguiendo una constante histórica– cambie de manos (Rebelión en la granja, del propio Orwell).
¿Qué queda finalmente del éxodo histórico y de tantas luchas cruentas tendentes a conseguir la tierra prometida, un mundo más justo? Pues que “El Dorado·” ya es una realidad para muchos más individuos, pero que aún sigue siendo una utopía para la mayoría de los seres humanos, como venimos denunciando; además el Edén está cada vez más mancillado. Hay una Regla de Oro al servicio de los futuros habitantes del planeta: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la más perfecta utopía que está buscando ubicación en todos los rincones del globo. El sacrificio de las generaciones que nos precedieron exige que apliquemos nuestro esfuerzo para que amaine la crueldad y el sufrimiento injustificado dejando la mejor herencia a las venideras. ¡Por las infancias!
¿Qué camino habrá que seguirse en este oscuro tiempo protoirreversible?
La opinión pública mundial puede alcanzar más fuerza que los estados más dominantes, porque la sociedad civil contiene y sostiene a los estados. La omnipresencia agobiante del estado puede hacer pensar que la cultura es producto de su política, con lo que se subvierte el fundamento de la vida social y cultural, y se puede caer en el error de creer –como observa Spencer, en esto con acierto– “que la sociedad es un producto fabricado, siendo en realidad un producto de la evolución”. Sin presión no hay evolución. No lo olvidemos, porque si no sabemos interpretar la historia, los amos querrán utilizar “sus” estados para seguir manteniendo la condición servil de los individuos.


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El carisma profético o revolucionario de muchos personajes históricos ha conseguido concienciar a las gentes a lo largo de los siglos consiguiendo mejorar la situación de la vida humana. Las revoluciones pacíficas de los últimos tiempos también han logrado a la larga cambios políticos importantes impulsados por personas con voluntad de mejorar la condición de los ciudadanos, por ejemplo: Gandhi, Luther King, Mandela o casi todos los que recibieron el Nobel de la Paz –es una feliz coincidencia que este año hayan recaído los premios de Literatura (Pamuk) y la Paz (Yunus) en sendas personalidades comprometidas del mundo islámico–; en otras circunstancias, con luces y sombras, los cambios los impulsaron gobernantes reformadores como Atatürk, el propio Suárez, Lula…, o con la tozuda lucha de ciudadanas como la humilde Rigoberta Menchu, representando a tres mundos marginados (la mujer, los pobres y los indígenas), por no saber hablar de infinidad de personas que empujan el mundo cada día. Son logros que demuestran tres cosas: que la guía de líderes firmes, salvando inevitables torpezas y zancadillas, pone en marcha las ideas y la acción para el cambio; que con el entusiasmo popular es posible lograrlo; y que la vida de los pueblos no tiene su santuario en el artificio del estado.
El camino de la Ética y la Educación, como venimos planteando, es el único medio para formar la conciencia ciudadana. Para conseguir la metamorfosis deseada, emplazamos a los sabios y solidarios de todo el mundo para que, siguiendo el ejemplo de los muchos que ya están en la faena, se incremente la presión pacífica para ir ampliando el ámbito de la justicia. El cambio ha de ocurrir en los otros, pero ineludiblemente en los otros que se enfrentan en el interior de cada cual.
¿Qué tal si Córdoba se pone a despertar a los ciudadanos? Sobre todo a los que se encuentren en cierto estado “hipnopédico” que les permite, como a tantos ciudadanos del mundo, seguir viviendo, mediante su dosis diaria de “soma”, en su “mundo feliz”. Que dejen de creer que los graves problemas de la humanidad sólo conciernen a los políticos, porque es un error.
Hagamos que todas las ciudades puedan inspirarse en el ejemplo de Córdoba, constituida en la fuente de la “ética globalizada”.

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CÓRDOBA, CAPITAL DE LA ÉTICA

La acción de cambio desde una ciudad es menos complicado que pretender una actuación eficaz de forma global. Para iniciarla es imprescindible que germine una comisión organizadora, formada por personas independientes que se ofrezcan con este fin, sin discriminar culturas ni creencias, que hayan dado ejemplo inequívoco de su compromiso social: mujeres y hombres de “pensamiento libre”, como condición sine qua non. A ellos correspondería la puesta en marcha de aspectos como:
Preparar una asamblea convocando a personalidades mundiales que, tras conocer el proyecto, tengan interés en unir sus voces en una sola voz, para hacer posible el impulso de los tres pilares del cambio (Ética, Educación y Movilización ciudadana) mediante el análisis, el diálogo, el consenso y el diseño de acciones de presión, no violenta y dentro de la legalidad, cumpliendo un código común de conducta ética. Con la participación muy especial de oenegés en colaboración conjunta y de los colectivos sociales y religiosos de diversas creencias que basan sus modos de vida en la defensa inequívoca de los derechos humanos.
Para la celebración de la asamblea será preciso la gestión y designación de lugar, calendario de encuentros, relación de participantes, programas, información…
Sería imprescindible que de esta asamblea surgiera un consejo que organice y coordine la acción para aplicar las resoluciones de la asamblea y dirigir la Presión ciudadana de forma organizada y persistente, no despreciando la eficacia de los instrumentos de las nuevas tecnologías, sobre los sujetos del poder para conseguir que aumenten su nivel de responsabilidad en el cumplimiento incondicional de los derechos humanos.
No es menos necesario buscar un modo eficaz de conseguir reforzar el papel ahora debilitado de las organizaciones internacionales de competencia política y jurídica, especialmente tendiendo a la remodelación democrática de la ONU, proclamando su apoyo incesante desde la sede de Córdoba para que se obliguen a aplicar las resoluciones que adopten.
Es obvio que en la colaboración con este proyecto se ofrezca generosamente tiempo, ideas y trabajo por parte de la ciudadanía de Córdoba con su entusiasmo y su hospitalidad, de sus personalidades sin afán de protagonismo político, de cualquier empresa de forma altruista, de la ciudadanía del mundo global con la especial concurrencia de los “intelectuales sociales”. Y de forma imprescindible de todos los profesionales independientes de los medios de comunicación para que contaminen de “voluntad ética” a la ciudadanía global.
Si, tras el desarrollo de este proyecto generoso, se derivara algún beneficio económico, se deslegitimaría moralmente cualquier uso que no redundara en beneficio de los objetivos solidarios que propusiera la asamblea.

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“Lo esencial es invisible a los ojos” –le sentenció el zorro al Principito-. En la magia, el mito, el símbolo y la red de sentimientos se asienta la sagrada patria lúdica de la primera infancia. Esto nos orienta para que la fons ethica esté representada por un sencillo recinto sagrado –“ethicarium” – para que la infancia se sienta atraída con respeto hacia ese lugar simbólico –el uso del símbolo no como icono, sino como ronzal afectivo del conocimiento–. La idea de un ethicarium no tendrá sentido si no se piensa en la educación de la infancia.
En el parque urbano municipal de El Patriarca –paraíso natural abandonado al vandalismo y al deterioro, mientras se dedican millones a recrear otro artificial, como si el flujo alegre de caudales públicos provocara un “saludable” afán de pasar a la posteridad– existe un promontorio rocoso en la parte alta, al borde de la carretera, que ofrece una excelente panorámica de Córdoba desde la falda de la sierra. El acceso es fácil con cualquier medio y dista de la ciudad una hora a pie. Un paseo a través de los senderos del bosque mediterráneo que ocupa el parque es un placer. Se pueden diseñar itinerarios de diferente dificultad para acceder al ethicarium cumpliendo un “rito”, como símbolo y didáctica del esfuerzo personal de renuncia a la comodidad para entrenarse en el espíritu de superación de las dificultades y como acercamiento de una infancia demasiado sedentaria a la práctica del senderismo, al conocimiento de un ecosistema mediterráneo y al goce respetuoso de la naturaleza.
El ethicarium, construido con materiales reciclados, sería básicamente un recinto circular de traza clásica de seis metros de diámetro y ocho de altura con cúpula semiesférica sobre un tambor de cinco metros de alto desde el nivel del plinto del suelo. El tambor se hará con material de derribo y de superficies toscas, con armas (pistolas, fusiles, granadas, machetes...) fuera de uso incrustadas para que sean algo visibles en su cara interior, como símbolo de la no-violencia. Un poyo alrededor de la parte interior del muro servirá de asiento a los visitantes. La cúpula puede construirse con piezas huecas, aunque resistentes, de plástico translúcido reciclado que abrochen unas con otras de manera que vayan cerrando en espiral la cúpula por aproximación de hiladas. Las dovelas del tramo superior estarán dotadas de estigma con caída para facilitar la ventilación del recinto sin que entre el agua. La estructura irá reforzada con dos aros y tres arcos cruzados, de material sintético semirrígido, a modo de cinturones y seis nervios, todo unido entre sí y abrochado por fuera a una acanaladura de las dovelas. En el punto de la clave, un cable colgado poco visible de tres metros sustentaría una gran lágrima de plástico transparente, símbolo del sufrimiento de las víctimas de las injusticias. Una ilustración mural puede contar de forma sencilla, pero con intención crítica, los lugares del mundo que sufren más gravemente la violación de los derechos humanos y también las actitudes interpersonales incívicas. Con una puerta sencilla y resistente habremos terminado el recinto. La austeridad del mismo no significa renunciar a que el enclave se dote, con los mismos criterios ecológicos, de los servicios mínimos para uso de los visitantes ni que quede abandonado a su suerte. En todo caso reclamo el adecuado mantenimiento del parque de ahora en adelante, Si queremos logotipo, sería tan simple que puede ser propuesto para su dibujo a la infancia: el esquema de la sección vertical con la lágrima.

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Para conseguir esto es necesario:
Que las autoridades locales piensen en las infancias, adecenten el lugar, faciliten licencia para la instalación del ethicarium y programen actividades de su uso y mantenimiento. Nos podría sorprender que la ética, además de su valor espiritual y humanitario, aportara otro tipo de importantes beneficios a la ciudad.
Que alguna empresa que practique algún tipo de obra social piense en las infancias, resuelva el tema de las dovelas y el resto de los materiales y haga posible la existencia del ethicarium: la generosidad es el mejor reclamo y, en este caso, posibilita la investigación de nuevos usos del plástico reciclado. ¿Qué podría pasar si, a la larga, cada ciudad desea tener su ethicarium?
Que profesionales idóneos del ámbito literario se hagan niños y diseñen una guía de la visita en la que las infancias comprendan el significado de los símbolos en relación con la situación de la humanidad y sus actitudes en la vida, así como el criterio ecológico de la construcción, ubicación y acceso para que vayan asumiendo los valores éticos propuestos.
Que el colectivo universitario piense en las infancias y, no sólo tome parte en las deliberaciones periódicas, sino que programe foros locales y jornadas sobre temas éticos proyectados sobre la realidad histórica y actual de la humanidad para finalmente propiciar la mejor formación en el compromiso ético del profesorado y del ciudadano.
Que los centros escolares, modelos de las infancias, se empeñen en poner la ética como eje de las actitudes. Que realicen visitas rituales respetuosas al ethicarium e incorporen a la práctica diaria las conductas bondadosas, esforzadas y solidarias. Que creen el ambiente propicio para que las familias se contagien del entusiasmo. Que la Ética en la comunidad escolar esté en igualdad con el aire que se respira para que las infancias repliquen los mejores modelos de vida. Y que en esto sí, en esto compitan por ser los más generosos y solidarios.
Que los responsables de Animacor acrecienten su ánima cordial pensando en las infancias e incluyan en sus Festivales una sección dedicada a la ética para el mundo infantil y que su difusión trascienda el propio ámbito artístico: la estética y la ética ya tienen la ley de su parte para casarse. Que las una la sencillez para que se repliquen con facilidad memes éticos en las mentes infantiles y que nunca olviden a su amigo “Etiquín”, “Eti” para los íntimos.
Que los políticos honestos, a título particular, piensen en las infancias y les demuestren lo que es hacer buena política y lo que son falsos políticos: aquellos que no se ocupan en cuerpo y alma para acabar con la exclusión social de cualquier tipo.
Que la caridad cristiana o de cualquier creencia siga pensando en las infancias y las instituciones religiosas locales continúen ofreciendo caminos para conseguir lo que tan insistentemente busca la humanidad: la justicia como fruto del amor activo.
Que toda clase de creyentes tolerantes piensen en las infancias y les enseñen que hay una esperanzadora manera de enriquecerse espiritualmente con la ayuda al prójimo, la superación personal y la renuncia voluntaria a lo superfluo.


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Que oenegés transparentes y eficientes piensen en las infancias y les hagan comprender lo que pasa en el tercer mundo y en todos los mundos: la realidad de la pobreza, las trampas del consumismo, el ansia de justicia de los humanos y la necesidad de seguir los caminos de la solidaridad.
Que personas redimidas de la droga y la delincuencia piensen en sus infancias y prevengan a las siguientes del infierno que vivieron y de la forma de evitarlo.
Que los cordobeses ilustres que posean honestidad, capacidad, carisma y voluntad de mejorar la vida de todas las infancias busquen el modo de convocar a los homólogos de todo el mundo (responsables de foros, observatorios, consejos, fundaciones, organizaciones internacionales, oenegés,: todos ellos unidos por el compromiso honesto de mejorar las condiciones de la humanidad) para que inicien en Córdoba –que alguien ceda el lugar idóneo para ubicarlos en las citas anuales o faciliten la conexión simultánea a distancia en los encuentros de trabajo– el mayor proyecto ético de todos los tiempos. Y si lo que digo no es un disparate, tratar de conseguir un dominio exclusivo para la Ética en Internet (.eth).
Que cada ciudadano vaya sacándose el carnet de socio del Córdoba Club de Ética para contagiar a las infancias y al mundo con su sano delirio colectivo mediante las réplicas en todas las ciudades, para competir en una Liga Internacional de la Solidaridad.
Que todos los medios de información y comunicación (empezando por prensa, radio, televisión e Internet y otros medios locales) piensen en las infancias y, todos a una, propaguen a los mil vientos la epidemia de ética que se está incubando en Córdoba, para que cada vez sean menos los que quieran contaminar el mundo con los virus del odio y la insolidaridad.
Que yo no renuncio a reclamar que se indemnicen los daños causados por la colonización, en especial, que España apoye a ese pueblo, el Sahara, que lleva más de treinta años olvidado esperando que se cumplan las resoluciones de la ONU para volver a su tierra prometida; o que se esmere en acabar con la tiranía en Guinea Ecuatorial. Que si la Iglesia ve complicado disolver el Estado Vaticano, que al menos sus nuncios emprendan sin descanso una ronda indefinida de contactos diplomáticos hasta llegar a obligar a los países a declarar la paz en todo el mundo y resolver el problema de la pobreza, sin regatear esfuerzos ni sacrificios. ¡Entusiásmennos!
Que ya no reitero más todo cuanto llevo reclamado porque creo que quedó claro en su momento. Los sabios tienen la palabra para decidir el qué, el cuándo, el cuánto, el dónde, el cómo y sobre todo el porqué. Los que aquí se reúnan, que decidan qué clase de presión hay que hacer para que el progresivo respeto por los amos del mundo de los derechos humanos se vaya haciendo realidad. A aquellos compete cómo poner los acentos a los tres pilares que conforman el empeño propuesto: Ética, Educación y Presión popular. A ellos también remito estas palabras de Amelia Valcárcel: “Es cierto que necesitamos urgentemente una moral global para un mundo global. Y una moral justa global requiere una apuesta profunda en el plano teórico por el humanismo y en el plano práctico por las instancias que puedan hacerla efectiva, cauces que permitan demandar responsabilidades a quienes las vulneren”.


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Sólo me queda decirle a la gran mayoría, cuando dejen de reírse, que más costosos e increíbles son los planteamientos, promesas y verdades que se lanzan desde muchas fundaciones, tribunas y púlpitos, cuyos beneficios suelen acabar donde menos falta hacen.
Bueno, no pregunten por el porquero, sólo piensen si el jamón merece o no la pena. Aun si, tras llegar hasta aquí algún despistado lector, se disipa lo leído como el humo, a mí me habrá merecido la pena. Ofrecerme gratis por altruismo me relaja, me serena: ¡Excelente método para sacudirse la agonía por el dinero y el tiempo! Además, siempre quedará la ilusión de conseguir la designación de Capital Europea de la Cultura en 2016. Yo, no obstante, seguiré esperanzado con que a los cien años se cumpla la utopía de universalizar los derechos humanos. Por el futuro de las infancias: CórdobaÉtica2mil48. Amén.
Como con la red también soy algo asnal, me temo que, al tratar de difundir esto, se derrame la mitad por el camino. Si alguien, sin dejarse dominar por la agonía del tiempo, lo considera inocuo, que lo pase antes de que se lo trague el aire:
¡CórdobaÉtica2mil48! ¡Pásalo!
Mi gratitud y perdonen si he molestado a alguien.

J.C.H.                                 Córdoba, noviembre de 2006.